Los portales cósmicos

La batalla de Horlwin

Casi en el mismo momento en que los estudiantes fueron atacados, el resto de los magos habían logrado concentrar a los nigards en un bosque, en Alaska.

Se acercaron sigilosos, por un fuerte que las criaturas habían formado. Kenneth volteó a ver a Durs. Él asintió y sacó una gema. Activó el Samohana, dejando aturdidos a todos los nigards. En seguida, Kenneth activó el nagaastra, un arma que fue recorriendo como un rayo entre las tropas, destruyendo sus armas.

―Sin hacer ruido ―dijo Ikal―. No queremos que nadie se entere de este ataque.

Los magos corrieron entre las filas, lanzando hechizos que incendiaban o hacían explotar a los nigards. Las criaturas iban recobrando conciencia. De entre sus ropas sacaban cuchillos para atacarlos. Shouta estaba por recibir una puñalada en su espalda cuando Citlalli apuntó su varita y lanzó una ráfaga que obligó al nigard a soltar su arma. Otro estaba apuntando con un cañón, cuando el astra de Kenneth lo desintegró por completo.

No podían darse el lujo de usar hechizos o astras más poderosos. Era seguro que habrían dejado guardias en algún otro lado, custodiando a las prisioneras. No podían exponerse a que las usaran como carnada.

Estaban terminando con ellos. El rayo de Kenneth se transformó en una enorme serpiente que se enredó alrededor de los últimos tres sobrevivientes.

―¿Hay más de ustedes? ―gruñó Ikal tomando a uno por la solapa.

―No vas a poder leer mi mente, humano. Hemos aprendido a bloquearnos.

―Pero yo he aprendido trucos nuevos. ¿Durs?

Durs sacó el aparato que permite viajar hacia los túneles. Encima colocó su báculo, y un halo de luz apenas visible, se perdió en el cielo nocturno. Los nigards miraron a Ikal, confundidos.

―Su oro ―dijo Jesús―. Ese rayo viajará por el portal hasta su planeta. Toneladas de su oro serán despedido hacia su sol.

―¡No! ―gruñeron los nigards.

―Su mundo y el nuestro están conectados. Basta con que nos acerquemos un poco para deshacernos de todo su oro. Ahora confiesen ¿Hay más de ustedes en el planeta? ¿Dónde están las mujeres que raptaron?

―Somos los últimos. Ustedes se encargaron de evitar que usáramos el túnel. Pero quizá deberían saber que en nuestro planeta tenemos armas que no podrán destruir.

―Y en cuanto a esas mujeres que tanto les preocupan ―otro nigard sonrió con malicia ―, no pueden hacer nada por ellas.

El nigard sacó su mano entre el cuerpo de la serpiente, con un aparato. Apretó un botón antes de que Atish reaccionara, cortándole la mano. El nigard chilló, pero los otros dos echaron a reír.

―¿Creen que nosotros somos monstruos? Muchos de los suyos aceptaron gustosos custodiar esas mujeres por nosotros.

―¿Qué hiciste con ese botón? ―Gruñó Kayah.

―Los suyos, deben estarse deshaciendo de ellas en este momento. ―Cuando el nigard habló, los magos se hicieron hacia atrás, incrédulos.

―Y están en todas partes del mundo. Aunque encuentren algún escondite, no podrán salvarlas a todas. Una de sus amigas está en la frontera entre México y la unión Americana, ¿no? Ella podrá decirles que ya no hay nada qué hacer.

―Ya no podemos hacer nada ―Ikal habló con un gesto de amargura. Levantó la mirada y frente a ellos apareció aquel demonio con la piel llena de bocas―. Son tuyos ―le dijo empujando al nigard hacia el demonio―. Llévalos a tu inframundo.

Entre gritos de terror, los nigards fueron desapareciendo en un portal que los tragó vivos mientras el demonio reía con un sonido gutural. Un relámpago se escuchó en el cielo, haciendo eco en el mundo entero. En las siete dimensiones, de hecho.

―¡Auset! ―Dharma chillaba desde su teléfono celular. ― ¡Una secta…! ¡Una secta…! ¡Han matado miles de mujeres, y…!

―¡Voy para allá!

Auset apareció en el desierto de Ciudad Juárez. Muy cerca de la zona industrial. Sintió como si su corazón se hiciera mil pedazos. Había cientos de mujeres jóvenes sin vida, regadas entre la arena.

―¡Oh Auset! ―Dharma se acercó a su amiga, abrazándola―. ¡No pude…! Baba Yagá me dijo que debía quedarme en este lugar a vigilar.

―No fue tu culpa, Dharma ―decía Auset con la voz descompuesta.

―Fallé, Auset. No pude resistirme. Eran adoradores del mal. Yo… simplemente abrí un inframundo, y los envié a todos. ¡Son bestias! ¡Merecen estar con bestias como ellos!

―¿Auset? ―Shouta le hablaba desde su celular―, regresen a Gaalas. Algo terrible pasó allá.

―¡Por todos los cielos! ―Auset observaba el agujero de gusano, completamente visible en el cielo nocturno. ―La maldad humana está haciendo inmenso ese portal. Ni siquiera el demonio que dejamos en el túnel será capaz de detenerlos por mucho tiempo.

En Gaalas, los ojos llorosos de Irina voltearon al cielo. Limpió sus lágrimas para ver con más claridad.

―¡Oh Dios! ¡Esto se está complicando cada vez más!

El túnel había crecido tanto que era visible desde la tierra. Los niños corrieron de inmediato a la sala de monitoreo.

―Hay millones de criaturas cruzando ―se lamentó Ignacio―. Me comuniqué con los adultos, dicen que allá mataron a miles de mujeres. Muchas de las criaturas en el tunel están siendo aniquiladas por nuestras trampas y por el demonio que nos ayuda a custodiar la entrada, pero con estos actos de maldad, en poco tiempo ya nada podrá controlar ese portal. Entrarán cada vez más criaturas malignas.

El sol despuntaba. Atziri colocaba flores sobre una mesa, en el vestíbulo principal del castillo cuando Neruana entró corriendo.

―Acabo de escuchar en las noticias lo que pasó ―le dijo, alarmado.

―¿De los estudiantes? Sí, los niños trataron de ayudar, pero no pudieron detenerlos. Mataron a más de cuarenta. Se llevaron los cuerpos tratando de ocultar la masacre, pero hay demasiados testigos con vida.

―¿Ese altar…? ―Neruana no se atrevía a terminar la pregunta. Atziri hizo un puchero.

―Darel ―dijo con voz quebrada―. Nos quitaron a nuestro ingeniero ―Atziri ya no pudo contener las lágrimas.




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