Nadie dudaba que al fin habían tenido un avance. Era definitivo, el utzikab era una semilla sanadora y las gemas del infinito debían ser elementos que contuvieran todas las energías positivas de la humanidad. Pero seguían sin saber cómo obtener esas gemas y cómo encontrar ese mítico Gaia púrpura.
Hablaban de todas las posibilidades cuando recibieron un llamado, era el alcalde, les pedía a los magos acudir urgentemente a la casa de Rita e Isaac. Cuando llegaron notaron a una gran cantidad de personas y un par de patrullas afuera. Jesús quiso echar a correr hacia allá, pero Kayah se lo impidió.
La profesora Carmelita se acercó a ellos, llorando de rabia y dolor.
―El exmarido de Rita ―dijo con tristeza―. De algún modo, recordó todo, y vino a buscarlos.
―La policía quiso apresarlo, pero estaba tan fuera de sí que hirió a dos ―el alcalde se acercó también―. No hubo de otra, le dispararon. Su cuerpo está tendido en la puerta.
―¡Mis papás! ―gritó Jesús echando a correr hacia la casa. La policía quiso evitar que ingresara, pero él lanzó un hechizo que los inmovilizó y entró corriendo. El resto de los niños corrieron tras él y se quedaron sin aliento al ver a Jesús con un gesto de rabia. Los cuerpos de sus padres estaban en el suelo, entre un enorme charco de sangre.
No muy lejos de ahí, en la playa, Celia esperaba, observando aquella extraña telaraña oscura en el cielo, a un lado de la luna. Escuchó pasos y volteó para ver a Josué acercándose a ella.
Fue como ver a la persona más desagradable del mundo. El joven se fue sobre ella, intentando abrazarla con desesperación, pero Celia le detuvo los brazos. Se hizo hacia atrás con gesto de asco. Josué estaba entre la incredulidad y la angustia.
―¿Acaso te doy asco? ―exclamó.
―¿Para qué me llamaste? ―preguntó Celia.
―Te va a sonar extraño, pero te juro por mi vida que esto es cierto. Una bruja me maldijo ―Josué comenzó a llorar―. Todo el día ha sido igual. No importa quién sea. Ninguna mujer me quiere cerca, me evaden, me han insultado… incluso una me golpeó cuando tomé su mano por accidente.
―Sí ―dijo Celia―, yo estuve ahí. Esa misma anciana echó un polvo en mi cara. Desde ese día, nada me ha salido bien. Lo he perdido todo… los únicos planes que puedo llevar a cabo, son aquellos que empeoran la maldición.
―¿A qué te refieres?
―No he podido conseguir trabajo, no he podido comunicarme con mi familia… ¡Maldición! ―Celia le extendió una medalla de oro―. Ni siquiera pude vender esta cadena de cinco mil pesos, a pesar de que la ofrecía en quinientos pesos.
―¿Nada te ha salido bien?
―Sólo una cosa. Llamé al exesposo de Rita, ahí nada me lo impidió ―Celia negó con la cabeza―. Él llegó a San Basilio hace un par de horas y… lo único que me sale bien, es hacer daño a otros, pero eso empeorará la maldición.
―Entonces, ¿no hay nada qué hacer?
―No, nada ―Celia suspiró―. Por favor, Josué, tú no puedes negarte ahora. Te ayudaré con tu maldición si tú me ayudas con la mía. Me queda muy poco dinero y tengo que desalojar el departamento en dos días. Déjame quedarme en tu casa.
Josué lo meditó por algunos segundos. A diferencia de Celia, él tenía esperanza, había una persona que no lo rechazaría.
―No ―dijo―. Esa anciana me dijo que mi única oportunidad es reconquistar a Beatriz. Lo siento, pero tú no podrás sentir más que asco por mí. Te necesito lejos si quiero que ella me perdone.
No le dio tiempo siquiera de hablar. Echó a correr fuera de la playa.
Celia sentía el odio envenenar su pecho. Él tenía una oportunidad de ser feliz. Eso era injusto, mucho muy injusto, la idea de verlo feliz mientras ella era miserable era algo que no podía soportar.
Los magos borraron la memoria de todo aquel que estuviera en el lugar, a excepción del abuelo de Jesús, el alcalde y su familia. Tenían horas de haber enterrado a Darel, y ahora debían enterrar a esa pareja, dos inocentes, víctimas de un par de desquiciados que no soportaban verlos felices.
Les hicieron un funeral muy sencillo, y al siguiente día, los enterraron en el mismo cementerio donde quedó el cuerpo de Darel.
Por la noche, todos se fueron a descansar. Pero Jesús se despertó sólo un par de horas después. Hacía muchos años que no sentía ese tipo de depresión, y no quería quedarse en casa. Escuchaba a su abuelo roncar en la otra habitación. Le parecía increíble la fuerza que tenía. Había perdido recientemente a su hija, pero, por dar fuerza a su nieto, no derramó una sola lágrima.
Salió en silencio para no despertarlo. Necesitaba caminar y aclarar sus ideas.
Tuvo muchas reencarnaciones, y en ninguna quiso tener relación estrecha con la familia de la cual nació. Siempre, en cuanto sus recuerdos regresaban en su totalidad, les borraba la memoria para que lo olvidaran.
Pero Rita e Isaac eran muy diferentes. Era una pareja que sabía preservar su amor y, para ellos dos, Jesús era lo más importante del mundo. De todos los que fueron sus padres, ellos fueron los únicos en saber que él era un mago.
Cuando tuvo conciencia total de quién era, decidió quedarse con ellos un poco más de tiempo. Pero mientras más estaba con ellos, más se convencía de que no quería dejarlos. Quería tenerlos cerca, verlos envejecer juntos. Quizá con una muerte natural, después de haber vivido una larga vida, felices como eran, hubiera podido despedirlos con cariño. Pero no así, no en plena juventud, con ese rictus de miedo que quedó en sus rostros, dejando a su abuelo con el corazón destrozado.
Un par de calles más adelante, Josué esperaba a que Beatriz saliera de su casa para ir a trabajar. La chica salió del garaje en su auto, como siempre. Bajó para cerrar la puerta de la casa cuando él se acercó.
―Nada de lo que me digas me hará cambiar de opinión. ―Beatriz se encaminaba de vuelta a su auto.
―Betty, te lo suplico. Escúchame.
―Josué, si es verdad lo que me dijiste, eres cómplice de muchas muertes ―Beatriz acercó la llave a la portezuela ―, y si no, quiere decir que no estás dispuesto a dejar a Celia.