Habían pasado algunas décadas desde que los magos abandonaron San Basilio.
Neruana regresó para encontrar que aquel pueblo en el que vivió varios años ya era una pequeña ciudad.
Lo primero que visitó fue el cementerio. En aquel lugar, estaban enterrados muchos de los magos que él conoció desde su segunda niñez, además de su mejor amiga de toda su vida: Soledad. Su corazón se llenó de nostalgia al ver la lápida en granito gris.
“En este puerto, atracó el último barco en el que viajó la mulata de Córdoba”
Era un epitafio que él eligió para su amiga. Esa leyenda había hecho famosa a Soledad, incluso en otras dimensiones, y era una anécdota que Soledad siempre contaba con una sonrisa en el rostro.
Después de dejar un ramo de flores, se dirigió al castillo.
Gracias a que era un sitio arqueológico, había pocos cambios en el lugar. Lo que fue su sala de monitoreo, ahora era una sala de proyecciones y la vieja oficina de Ikal era un archivo. Por lo demás, todo estaba igual.
Pasó a la terraza trasera. Ahora había un camino empedrado por el que los visitantes podían bajar a la pirámide subterránea.
En la pequeña barda lo esperaban cuatro niños de alrededor de siete años. Eran Viviana, Rulfo, Juliano e Irina.
―¡Vaya!―exclamó―, ya crecieron un poco.
―Pero tú sigues viéndote igual de feo ―bromeó Rulfo.
―No, tiene algo diferente ―Irina apuntó a su frente―, ya no tiene esas grietas encima de su nariz de tanto tener el ceño fruncido.
―¿Saben si alguien más llegó? ―preguntó.
―Al menos Niara y Sirhan ya están aquí. Pero están en el refugio, jugando con perros y gatos.
―Y no estoy segura ―Viviana señaló hacia abajó, en una playa―, pero creo que esos de allá son Dharma, Aidan, Durs y Auset.
―Shouta, Citlalli, Pema y Atziri también llegaron ―dijo Neruana―. Llegamos juntos, pero yo me separé de ellos para visitar el cementerio.
―Son ya muchas décadas desde que vimos a Ikal por última vez ―Irina suspiró―. Fue buena idea de Kayah reencontrarnos aquí para celebrar su triunfo.
―Sí, ya lo creo ―Neruana rio―. Será la primera vez en muchos años que nos volvemos a reunir.
―Hace mucho calor. ¿Vamos por una nieve a la cafetería? ―preguntó Juliano.
―Adelántense. Yo tengo algo qué hacer.
Neruana caminó hacia la entrada de la pirámide. Ahí, estaba una mujer muy vieja, pidiendo limosna. Neruana se acercó y le dejó una caja de madera con el grabado de un barco. La anciana, asombrada, volteó a ver a Neruana.
―¿¡Tú!? ―exclamó intentando ponerse de pie.
―Sí, yo ―Neruana le ofreció su mano para que se levantara.
―Pero… no has envejecido nada.
―No. Es parte del paquete de beneficios que tenemos los magos.
―Mes con mes recibo una caja igual a esta ―la anciana lo miró, incrédula―. ¿Eres tú quien me ha enviado dinero todos estos años?
―Sé que no fui yo quien te lanzó la maldición, Celia. Pero no me perdonaría saber que has muerto de hambre.
―¡Déjame morir! ―suplicó la anciana hincándose a sus pies―. ¡Te lo suplico! ¡No soporto esta vida!
―¡No hagas eso! ―Neruana la hizo levantarse―. Y no puedo, la única que puede quitarte esta maldición eres tú misma.
―¡Pero estoy arrepentida! ―la anciana lloraba desgarradoramente―. ¡Muy arrepentida! La mala suerte no cesa y ya cumplí más de cien años y la muerte no llega. En el asilo, siempre hay una dificultad que me impide entrar. Cada casa o refugio al que consigo entrar es destruido por un huracán, por un temblor, o hasta por un incendio. Mi ropa se pierde, y a veces hasta mi comida se echa a perder. No tengo a nadie, estoy sola…
―Celia, Celia ―Neruana la interrumpió―, no estás realmente arrepentida del daño que causaste. Estás arrepentida por el daño que te causa a ti misma. Mientras no seas capaz de reconocer el daño que le hiciste a tantas personas, esa maldición estará en ti.
―¡No puedo sentir pena por Rita, ni por Soledad! ―gruñó Celia―. Ellas me hacían daño.
―¿En qué te dañaron?
Fue como si la anciana, por primera vez, reconociera que no tenía respuesta para eso.
―Tu odio hacia Soledad fue inevitable ―dijo Neruana ―, ella invocó a muchas criaturas malignas para salvarnos y eso la convirtió en el blanco favorito de personas como tú. Pero Rita, ella nunca te hizo nada, Celia.
―¡Fue injusto! ―gruñó la anciana―. Rita tenía exactamente lo que yo necesité toda mi vida. Y esa chica, Soledad, ¿para qué necesitaba de un cuerpo hermoso si no estaba interesada en ningún hombre? ¿no era más justo que lo tuviera yo?
―Y es esa envidia lo que no te permite arrepentirte ―Neruana suspiró, resignado―. Ellas murieron por culpa de tu odio. Mientras no veas que la única que causó tu desamor fuiste tú misma, no podrás deshacerte de esta maldición, y por desgracia, esa maldición, junto con tu falta de arrepentimiento, te están dando años de más. Deberías buscar a tu amigo Josué, él también está maldito y por lo mismo debe andar todavía por aquí. Sé que su maldición hace que lo repudies, pero al menos no estarías sola. ―Neruana estaba por retirarse.
―Josué no sobrevivió casi nada, murió poco después de que ustedes se fueron.
―¿Murió? ―Neruana se detuvo.
―Se suicidó. No soportó saberse rechazado y decidió quitarse la vida.
―¡Pobre idiota! Ha quedado atrapado por siempre.
―¿De qué hablas?
―Debes sentirte afortunada. Al menos estás pagando tus culpas en vida. Porque si llegas a la muerte sin pagarlas… bueno, en el más allá los auditores son demasiado estrictos y el inframundo en el que debe estar Josué te aseguro que es mucho peor que lo que hubiera vivido aquí.
Neruana se despidió y se alejó por el nuevo camino adoquinado, hacia la cafetería. Kayah y Agastya estaban ahí, recibiéndolo con una amplia sonrisa.
―¡Dios santo, hijo! ―exclamó Agastya―, casi no te reconocí con esa sonrisa.
―Me lo dijiste alguna vez. Esa etapa del adolescente gruñón al que nada le parece tenía que pasar. ¿Cómo han estado?