Los primos del horror

1. Animales hambrientos (1/2)

I

Los gusanos comen...

24 de junio de 2019, lunes. 

Una vida desgraciada es el significado de Santiago Pacheco, comiendo migajas de sus últimos ahorros, rebuscando en restaurantes sobras para poder alimentarse y arrastrándose en su propia miseria. Lo más parecido a una rata de alcantarilla. 

Ha perdido su trabajo, aunque pareciera lo mejor porque era explotado por sus jefes; horas extras sin pagas, fines de semana y festivos laborando hasta tarde sin recibir ni un penique y cuando decide pedir permiso un día cualquiera para descansar del ajetreado trabajo lo echan sin más. Como a una rata que roba su comida, sí, definitivamente era uno de ellos. 

Varios toques de la puerta principal lo despertaron de un liviano sueño, en cuanto se levantó de la cama, para atender a la persona tras la puerta, su estomago pidió clemencia por ser llenado cuanto antes.

Con pasos pesados y cansados se dirigió a la portezuela, descubriendo a la casera cuarentona y soltera más arreglada de lo común, mostrando un escote moderado. Eso significaba una sola cosa: Se había cumplido el mes de pago. 

El demacrado rostro de Santiago asustó a la señora, borrando consigo la sonrisa melosa que tenía. ¿Cómo no? Con esas ojeras oscuras, casi negras. Con los pómulos marcados a causa de su delgadez, con un cabello más largo de como solía tenerlo, con unos ojos marrones apagados, sin ese brillo que tanto enamoraban a las solteronas. La voz de Santiago era gruesa, coqueta y muy varonil, pero cuando habló solo estallaba agotamiento, desaliento y aburrimiento. A sus 40 años ya no tenía ánimos de vivir. 

Adeila, la dueña de la casa, saltó a sus brazos en busca de un beso apasionado, a pesar de que el físico del señor Pachecho ya no era nada atrayente. Desilusionada, apenada y con cierto disgusto se separó de un cuerpo estático, frunció el ceño y ladeó la cabeza en busca de respuestas. 

—Estoy cansado —fue directo, librándose de incómodos saludos, preguntas triviales y contestaciones aburridas. 

Penaba por el futuro, ¿en dónde viviría? 

—Entonces dame el dinero de la renta —sugirió la casera, con enojo y frustración por el cruel rechazo. Justo cuando pediría un plazo, Adeila agregó—: He descubierto que no tienes trabajo desde hace un tiempo, ¿con qué piensas pagarme? —Se cruzó de brazos. 

Bajó su mirada pensando en alguna idea que le ayudara de ese apuro, sin embargo, no alcanzó a pensar cuando la casera siguió hablando. 

—Quiero que me desocupes la casa, a más tardar mañana —repuso, decidida. 

—No te preocupes, me iré ahora mismo —se adentró a la casa en busca de un bolso, los últimos pesos y un par de prendas. 

No cambió su ropa de dormir, pues no podía darse el lujo de comprar pijamas, dormía con ropa particular. 

Al salir le entregó las llaves de la casa a Adeila, sin un gracias o un adiós. Caminó sin detenerse hacia el parque más cercano, donde planeaba dormir en los bancos, como un vagabundo. Pero recordó a su madre, quién no había mirado hacia años. 

¿Lo ayudaría? ¿Lo recibiría con los brazos abiertos? O siquiera: ¿Viviría? 

El pueblo no quedaba muy lejos de la ciudad, pero si alejado de la carretera principal, por ende, no era muy conocido y los taxistas, viajeros o camioneros no se atrevían a entrar en él. Además, era casi deshabitado, una casa cada kilómetro tal vez. 

Con el poco dinero que tenía y viajando a dedo pudo acercarse, faltando 2 kilómetros para llegar a su destino. El cansancio, el hambre y la debilidad lo hicieron tardar 2 horas en recorrer los últimos metros, caminando, para llegar a su antiguo hogar. 

Una vieja casa de madera empolvada y con hojas secas alrededor de esta lo recibió, todo era tranquilo y silencioso. No había rastros de vida alguna, excepto por esos molestosos moscos, el bullicio de los grillos y más moscos... 

—¡Madre! 

Esperó a que saliera de la puerta una señora de 66 años, mas nadie salió. Se asustó al pensar que su viaje fue en vano. 

Entró a la casa a averiguar, al abrir, decenas de moscos salieron por ella. Un olor nauseabundo estrelló contra su nariz, dificultando respirar un buen oxígeno. 

Buscó un termo de agua en una mesa color caoba que se encontraba al pie del televisor antiguo, por suerte, aún recordaba las posiciones de las pocas cosas que había en aquella casa. Y, al parecer la señora de Pacheco no las cambiaba de lugar, incluso después de la discusión. Quería tomar agua, pero el olor se intensificaba paulatinamente mientras se adentraba a la casa. 

Con el olor siendo el rastro a perseguir, caminó con desanimo y nauseas. Descubrió que el olor provenía de la pieza de su madre. Temeroso abrió la puerta, encontró centenares de moscas y un cuerpo a medio podrirse siendo devorado por miles de gusanos. 

Su madre había muerto hace varios días y nadie se había dado cuenta. 



#2240 en Terror
#24126 en Otros
#7402 en Relatos cortos

En el texto hay: muerte, relatos cortos, terror horror y suspenso

Editado: 05.08.2019

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.