Los príncipes azules no existen

II

—¿Qué estás leyendo? –le pregunté para distraerme.

Sin hablar, levantó el libro para mostrarme el título: El palacio de los vientos, el quinto volumen de La etérea reina de las orquídeas de otoño, la serie de novelas del momento.

Me volví a la biblioteca. El lado izquierdo era el mío. No estaba tan ordenado y bonito como el de mi hermana. La mayoría de los libros eran usados y, como me estaba quedando sin espacio, los apilaba donde podía. Se me ocurrió hacerle una broma,para variar: miré en la parte de la S y saqué Drácula. Lucía levantó la cabeza:

—¿Y eso? –preguntó.

Me acerqué al sillón y le alcancé el ejemplar. Ella levantó las cejas.

—Me crucé con el vecino nuevo y pensé que, a lo mejor, te convendría leer esto.

Sin dignarse a mirar lo que le había dado, se levantó de un salto para seguirme a la cocina:

—¿Lo viste? ¿No te pareció hermoso? ¿Hablaste con él? ¿Te dijo algo?

No era una conversación que me interesara tener a esa hora. O a cualquier otra, ya que estamos. Lo único que quería era comer e irme a dormir. Sin embargo, sabía que no me dejaría en paz hasta que le diera el gusto, así que saqué de la heladera un tupper con lo que quedaba del guiso del almuerzo y lo puse a recalentar mientras le respondía:

—Me lo crucé en la entrada recién. No tiene nada de especial; a menos que te gusten los muertos vivos, claro.

—¿Cómo, los muertos vivos?

Estuve a punto de hacerle otro chiste de vampiros, pero, por algún motivo, me contuve:

—No sé, tenía medio pinta de muerto. ¿Lo viste bien, vos?

La pregunta pareció confundirla. Estaba tan embelesada por el aspecto del pibe, que no se le había ocurrido que pudiera ser un adicto o algo peor. Su reacción fue bastante predecible:

—¡Cómo sos, Lucrecia! Sí, lo vi bien. Es lindísimo; lo que pasa es que vos vivís amargada y querés que yo sea igual. Así no vas a conseguir novio nunca. Sabelo.

Se dio vuelta y salió de la cocina.

—Ni falta que me hace –le dije con la boca llena.

No hubo respuesta. Por lo menos, me dejó terminar la cena en paz. El silencio no duró mucho; al poco rato volvió a la cocina, mientras yo levantaba la mesa, con el Drácula en la mano y abiertos, los ojos, a más no poder:

—¿Vos pensás que es un vampiro?

 

 




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