Los príncipes azules no existen

IV

Soñaba que tenía cinco años de nuevo y que estaba en la calesita. ¡Qué contenta me sentía! Cuando estaba a punto de agarrar la sortija, un sacudón en el hombro me devolvió a la realidad:

—Lucri, Lucri, despertate. Lucri, son casi las seis, el vecino debe estar por volver. Despertate, Lucri.

Me revolví en la cama para mirarla. Estaba igual; seguro que se había pasado la noche entera leyendo.

—¿Qué hora es?

La voz me raspaba y sentía los ojos ásperos de lagañas. Pensé que necesitaba agua para las dos cosas. Lucía seguía sacudiéndome, implacable:

—El vecino está por llegar, levantate. Tengo una idea para ver si es un vampiro o no.

Yo ya estaba bien despierta, pero mi cuerpo no parecía haberse dado cuenta. Quise incorporarme para echar a mi hermana a patadas y cerrar la puerta; lamentablemente, la energía me alcanzó sólo para apartar su mano y gruñirle que me dejara en paz. Por supuesto, no fue suficiente:

—Dale, Lucrecia, levantate.

Después de un silencio demasiado breve para mi gusto, agregó:

—No te voy a dejar dormir hasta que vengas conmigo.

No puedo vivir sin ella; aunque, a veces, de verdad, me hubiera gustado ser hija única.

Con un quejido que intentaba ser un insulto, me levanté. Ella dio un gritito de alegría y se alejó saltando del cuarto. Por un instante, consideré la posibilidad de volver a la cama, pero no tenía llave para cerrar, por lo que corría el riesgo de que empezara todo de nuevo. Lo mejor era seguirle la corriente y después irle con el cuento a Mamá para que la levantara en peso.

Lucía me esperaba en la entrada del departamento. Había dejado abierta la puerta.

—Acaban de llamar al ascensor; seguro que es él –dijo en cuanto me vio–. Hace varios días que lo vigilo; siempre vuelve justo antes de que amanezca. Ya abrí la puerta de la terraza, así que lo único que tenemos que hacer es llevarlo hasta ahí para que le dé el sol.

—¿El sol?

—Claro, porque, si les da el sol, los vampiros brillan.

Me pasé la mano por la cara; en ese momento, no podía creer que compartiéramos genes.

—Por Dios, Lucía, los vampiros no brillan. Punto.

—¿Ah, no? ¿Y qué hacen, entonces?

El ascensor llegó antes de que le respondiera una barbaridad. El vecino abrió la puerta; al vernos, pareció dudar un instante. Luego se dio vuelta para cerrar y susurró un tímido «buenos días» mientras se dirigía al otro lado del palier, donde estaba su departamento. Me resultó curioso que hiciera una curva para esquivar la luz que entraba por la salida a la terraza. «Lo único que me falta es que esta boluda tenga razón», pensé.

Lucía se había quedado inmóvil al ver al chico. Quizás la encandilaba la perfección de sus rasgos. Cuando lo vimos evitar la terraza, reaccionó con una rapidez que pocas veces le había visto: corrió hacia él y lo tomó del brazo para obligarlo a darse vuelta.

—Disculpame, pero hace poco que llegaste al edificio y todavía no nos presentamos –dijo, un poco apurada–. Yo soy Lucía; ella es mi hermana Lucrecia. ¿Cómo te llamás?

Los ojos del muchacho estaban tan abiertos que parecía que se le iban a salir, aunque tal vez fuera una impresión mía por el contraste con las ojeras. Nos miraba alternadamente; supongo que lo habíamos tomado por sorpresa y no sabía qué hacer.

—Estanislao.

Casi me atraganto conteniendo la risa; tuve que darles la espalda hasta recuperar la compostura. Lucía, por su parte, permaneció en silencio unos segundos, y volvió a la carga:

—¡Qué nombre interesante! ¿De dónde sos?

—De acá, de Buenos Aires.

—Ah, mirá, nosotras también. ¿Y cuántos años tenés?

De pronto, me di cuenta de que, además de mirarnos a nosotras, cada tanto desviaba la vista hacia la luz que se proyectaba en el piso del palier. Podían verse las partículas de polvo flotando en los rayos. Algo en su expresión me puso la piel de gallina. Entré en el departamento; en dos pasos llegué a la cocina. Encontré media cabeza de ajo en el cajón de las papas; lo tomé y corrí. A pesar de todo, nada me preparó para la escena con la que me topé.

 

 




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