Los príncipes azules no existen

Epílogo

Lucía no me contestó. Una brisa suave levantó el polvillo superficial del montón de cenizas. El sonido de arranque del ascensor nos devolvió a la realidad:

—Vamos –dije–. Ni locas vamos a limpiar esto.

Justo en ese momento, la voz de papá nos sobresaltó desde la puerta del departamento:

—¿Qué hacen ahí? –y agregó, después de una pausa:–. ¿Qué es ese olor?

Nos quedamos mudas. Lucía me miró. Yo tosí, un poco por el olor, y otro poco para ganar tiempo. Avancé unos pasos:

—Escuchamos un ruido raro y vinimos a ver.

Justo antes de que abriera la boca para preguntarnos si estábamos locas, Lucía se adelantó:

—¡Eso! Escuchamos un ruido raro –repitió–. Cuando abrimos la puerta para mirar, ya estaba así.

Papá se asomó para ver a donde señalaba y se tapó la nariz; su expresión lo decía todo. Volvió para adentro y le dio un mordisco a la tostada que tenía en la mano.

—No quiero saber lo que es –dijo con la boca llena–. Ni lo pienso limpiar, lo lamento por Carmelo. Quiero empezar el sábado en paz; suficiente que tengo que trabajar.

Esperó a que entráramos, cerró la puerta y agregó:

—Seguro que es algo del vecino nuevo ese. Tiene un aspecto medio sospechoso –se dio vuelta hacia nosotras y nos apuntó con la tostada:–. Espero que no estén pensando en juntarse con él.

Lucía se puso colorada, pero no dijo nada.

—No, pa, no te preocupes.

 




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