El Reino de Saori dió forja a su destino, no solo con fuego y sangre, sino con arena y el favor de los dioses.
Y cómo los sabios suelen decir : "No existe mejor guerrero que aquél que es bendito por los dioses".
Fue esa revelación la que me ha forzado a marchar a la sagrada ciudad de Jabbar para pedir su protección.
Pues tal misión me ha sido encomendada por el príncipe de guerra que sólo la intervención divina alejará a las sombras malignas de mí.
El dominante silencio permanecía en la ciudad bajo el amparo de la luna. Los edificios susurran al tacto de la arena tras está ser arrastrada por los vientos.
El mundo duerme, ignorando los históricos sucesos del por venir, y yo siendo peón de los reyes y dioses me escabulló para servir al mandato del principe de guerra.
Cuál gato en tejado, abandonó sigilosamente el palacio por sus puertas traseras.
Pese a mi deseo de no ser percibido por ojos humanos, siento a mis espaldas una severa mirada que me obliga a voltear.
—¡Padre...!—una sorpresa difícil de disimular acompañó a mi voz.
—¿A dónde creés que vas, Lewyn Kovok?—su ceja alzada, y sus brazos cruzados sobre su pecho confirmaron mi condena ante su descubrimiento.
—El principe Koen me ha encargado una tarea muy importante—. Forzandome a dar más detalles, inclinó levemente su cabeza, siendo su rostro iluminado sólo por el fantasmagórico brillo de la luna—. Y secreta—recalqué—. Debe permanecer en privado para su perfecta ejecución—. Tal explicación no le fue satisfactoria, pues su endurecida mirada no cesó—. El principe confía en mí, porque tú me has entrenado. Me has preparado para ésto-me removí ansioso por su respuesta—. Sé que soy capaz de cumplir con está misión, y enorgullecerte en el proceso, padre.
Exploré en su rostro, buscando una respuesta. Él pareció confundido por un eterno instante, pero luego su mirada se suavizó posándose sobre mí con ternura.
—Lewyn, siempre he estado orgulloso de tí. No necesitas de una misión para eso—se detuvo un momento sólo para observarme, y acariciar mi mejilla con la delicadeza que sólo un padre puede ofrecer, repasando cada detalle en mi rostro; cada pequeña cicatriz, cada mancha de sol, tallando en su memoria el recuerdo de su valiente hijo—. Pero no me pidas que no me preocupe, porque soy tú padre, y ese es mi trabajo.
—Claro, padre. Y para tú tranquilidad y la mía, antes de iniciar mí odisea, viajaré a Jabba en busca de protección divina—. Él suspiró aliviado, y contuvo palabras por decir, aún, en la punta de su lengua—. Y prometo regresar en una sóla pieza—dije solemne, con una mano sobre mi pecho y la otra hacía el sol ausente en el cielo.
En medio de una sonrisa, cerró sus ojos con complacencia y tarareó, expresando con ese simple acto todo su apoyo hacía la causa, está misión de tal relevancia. Me rodeó brevemente con sus brazos, y luego me liberó a merced del mundo.
—Recuerda que las velas de tu hogar siempre iluminarán para tí.
—Lo haré. Aún no me he ido, padre, y ya deseó regresar a casa—reuní todo el sentido de deber en mí, y sin voltear marché de mi ciudad hacía una más sacra, de haberlo hecho quizá jamás me hubiese separado de él.
El ascenso del sol alumbró por primera vez el arenoso camino frente a mí. Y apareció, aún en el desierto entre la ciudad real de Seth y Jabba, arena dorada, luminosa, cómo sangre de los dioses entre vulgares granos blancos y amarillos. Me arrodillé para confirmar que no era una ilusión por el calor.
Observé el cielo despejado, y clame; —¿Oh, gran Jabbar, qué debo hacer con ésto? ¿Es acaso una señal?—tras no recibir respuesta, decidí guardar tanto cómo me fuera posible, en mi bolso y bolsillos.
La arena apesar de su cantidad, y contra toda ley física, era ligera, tan ligera que te hacía dudar de la existencia de está, y cómo si no fuese yo un asno cargandola por el desierto.
Tras horas y horas de una exhaustiva travesía por el desierto, finalmente, llegué a la sacra ciudad de Jabba con quemaduras por los intensos rayos de sol, y los pies hinchados, pero allí estaba, deshidratado y hambriento.
Aquella ciudad parecía el verdadero Dion. Pulcra, y más luminosa que ninguna otra, con albas estructuras que se perdían en los cielos, y otras tan humildes como un huérfano en las calles, pero no menos sofisticadas en arquitectura.
Tres enormes fuentes de agua, frente al que de inmediato reconocí como el templo de Jabbar, estás resaltaban junto al templo por contar con marfil y oro en sus cimientos. El resplandeciente templo de Jabbar, propio del mundo de los sueños, muestra docenas de columnas de orden corintio.
¿Qué hace un soldado sucio, sudoroso y herido por los lacerantes rayos del sol deseando entrar a aquél lugar? Mi sola presencia allí, en estas condiciones, sería un sacrilegio.
Me apena notar mis manos vacías, tampoco cuento con algo para ofrecer a Jabbar.
Pero no olvido mi promesa a mi padre.
Siento la arena en mis bolsillos. Dorada, especial entre la vulgar arena del desierto. Y por obra divina una idea nace en mi mente, y con ella el hambre y la sed se disipan.
Preguntó a las, para mí sorpresa, exageradamente cordiales personas de la ciudad hasta hallar al mejor herrero de Jabba, aquél que es llamado el abuelo.
Recorro su taller con gran atención notando las cenizas, en cada rincón y sobre herramientas, halló la causa de estás; un horno de gran tamaño que se vuelve difícil de ignorar se encuentra al fondo del taller, junto a martillos, moldes y hierros hirvientes.
—Y dime muchacho, ¿Qué necesitas?—pregunta el abuelo, reclamando mi atención.
Me apresuró a sacar torpemente toda la arena de mis bolsillos y mi bolso dejándola acumularse en un montón en el suelo. El abuelo observa el montón color oro perplejo, toma un puñado y lo examina, luego voltea a verme y dice;— ¿Cómo has conseguido esto?.