El sonido del televisor era apenas un murmullo constante, una letanía lejana, como una vieja radio mal sintonizada en la casa de un anciano que ya no escucha. La imagen parpadeaba en la pantalla con interferencias, mostrando una pelea clásica de los años setenta, dos hombres envueltos en sudor, furia y cansancio, golpeándose como si quisieran borrar al otro de la existencia. El blanco y negro confería a la escena una melancolía atemporal, como si aquellos guerreros estuvieran atrapados en un limbo eterno, repitiendo su batalla para una audiencia que ya no existía.
Iván Carranza no miraba.
Estaba ahí, en el sillón hundido del rincón, rodeado de botellas vacías y recuerdos sin dueño. Su cuerpo ancho parecía vencido, con los hombros inclinados hacia adelante y la cabeza gacha, como un animal antiguo que había olvidado cómo rugir. Llevaba una camiseta rota, desteñida, con restos de sangre seca en una costura que él ya no recordaba haber abierto. El pantalón deportivo colgaba flojo sobre sus caderas. Había perdido masa, pero no peso. El tiempo no le había robado músculo: le había dejado el peso de los años, las culpas, los golpes.
Afuera, Santiago bullía. El tráfico, las micros, los gritos de vendedores callejeros, todo sonaba como si viniera desde otro planeta. Aquí adentro, en este departamento mal iluminado del centro, solo quedaban el eco de lo que fue… y el silencio que venía después de la caída.
El reloj marcaba las 2:47 de la tarde.
El almuerzo no existía. El desayuno, tampoco. Su estómago estaba vacío, pero eso no lo incomodaba. Ya no. Lo único que parecía importarle era la botella medio llena de ron barato sobre la mesa, y los puños cerrados que, incluso en el olvido, seguían tensos como si el cuerpo aún esperara el campanazo de un nuevo round.
Un zumbido interrumpió la quietud. El teléfono.
Iván no se movió. Lo dejó sonar. Tres veces. Luego cinco. Finalmente, se detuvo.
Sabía lo que era. No necesitaba leerlo. Algún mensaje de promoción de apuestas, o de una página de boxeo que todavía lo recordaba en sus algoritmos. Tal vez una invitación absurda a un evento de caridad. O peor: una pelea basura en una ciudad que ni siquiera podía ubicar en el mapa. Para él, todo eso era igual. Ecos. Ruido.
Se inclinó lentamente hacia adelante y se frotó el rostro con ambas manos. Su barba estaba crecida, áspera, con canas rebeldes que le daban un aire de hombre sabio que nunca pidió sabiduría. Tenía los ojos hinchados, pero no de llorar. Hacía años que no derramaba una lágrima. La tristeza en él no se manifestaba en llanto. Lo hacía en forma de silencio, de paredes sucias, de vasos que no se lavaban y fotos que no se miraban.
En la cocina, la nevera emitía un zumbido parecido a una respiración asmática. Estaba casi vacía. Una barra de mantequilla vieja, un limón reseco, una lata de jurel vencida. Y una foto. Pegada con un imán oxidado en forma de guante de boxeo.
Era él. Y Nicolás.
Su hijo tenía apenas cinco años en la imagen. Estaban en el gimnasio “La Fortaleza”, el mismo que lo vio levantar su primer cinturón regional. Iván sonreía con un orgullo torpe, como si aún no supiera cuánto iba a perder. Nicolás estaba en sus brazos, con guantes enormes para su tamaño, riendo con la inocencia de quien cree que el mundo gira en torno a los abrazos y no a las promesas rotas.
Iván se quedó mirando la foto durante largos segundos. Sintió algo en el pecho. Una punzada. No física. Algo que dolía más: el reconocimiento de que el tiempo se le había escapado como agua entre los dedos, y de que los años no solo le habían robado fuerza, sino también la oportunidad de pedir perdón.
—Perdóname, Nico —susurró, acariciando el borde de la foto con una mano temblorosa.
Se quedó allí, quieto, como si una parte de él se hubiera descolgado del cuerpo y estuviera atrapada en esa imagen.
Un golpe seco en la puerta lo sacó del trance.
Tres golpes. Breves. Contundentes.
Iván tardó en reaccionar. Caminó hasta la entrada con pasos pesados, arrastrando las pantuflas como si cada movimiento doliera más que el anterior. Abrió la puerta sin preguntar.
—¿Iván? —dijo una voz rasposa, cargada de humo y años—. Pensé que te habías muerto, cabrón.
Don Mario estaba ahí, igual que siempre. Más delgado, más canoso, pero con los ojos intactos: esos ojos de entrenador de vieja escuela que podían ver a través del alma. Vestía su clásica chaqueta de cuero negra, la que usaba desde los noventa, y llevaba una bolsa colgando del hombro.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Iván, sin sorpresa.
—Vi tu sombra ayer en mi gimnasio. No dijiste nada, pero yo sé cuándo un hombre quiere volver.
Iván frunció el ceño, incómodo. Se apoyó en el marco de la puerta.
—No tengo nada que demostrar. Ya fue.
—¿Seguro? Porque la forma en que golpeaste el saco… no era de alguien que ya colgó los guantes. Era de alguien que todavía está peleando. Aunque no sepa con quién.
Iván bajó la mirada. Sus nudillos dolían. Ayer había entrenado en secreto, cuando el gimnasio ya cerraba. Había llorado golpeando el saco. No con lágrimas. Con golpes.
—No me interesa volver —insistió, aunque su voz tembló.
Don Mario lo miró largo rato. Luego soltó una pequeña risa.
—No mientas, hijo. No a mí. Volver no es solo subir al ring. A veces es encontrar la manera de cerrar una herida sin seguir sangrando.
El silencio entre ellos era denso. Cargado. Como si el aire estuviera hecho de recuerdos y de cosas que nunca se dijeron.
—Mañana. Seis de la mañana. “La Fortaleza”. Si no llegas, está bien. Pero si apareces… vamos a hacerlo bien. No te vas a morir entrenando solo en un departamento lleno de polvo.
Sin esperar respuesta, Don Mario se dio la vuelta y se perdió en el pasillo.
Iván cerró la puerta lentamente. Volvió al living.
El televisor mostraba ahora el final de la pelea: un boxeador en la lona, la cuenta del árbitro, los gritos apagados de la multitud. Todo en blanco y negro. Todo congelado en el tiempo.