Hay una forma de morir que no involucra sangre, ni fuego, ni violencia. Se muere un poco cada vez que alguien guarda silencio cuando debería hablar. Cada vez que alguien elige no decir lo que siente. Cada vez que, frente a un alma abierta, otra se da la vuelta sin pronunciar una sola palabra.
No son los gritos los que más duelen. Son los silencios. Los prolongados.
Los que cortan con indiferencia. Los que pesan como niebla espesa dentro del pecho. He aprendido a temer más a las cosas que no se dicen que a las que se escupen con rabia. Porque lo no dicho se queda. Echa raíces. Se transforma. Te vuelve lento. Te vuelve hielo. Porque cuando no hay explicación, la mente las inventa. Y en mi caso, las mías siempre fueron cuchillas.
¿Por qué no dijo nada?
¿Por qué se fue así?
¿Por qué se apagó sin darme siquiera una última chispa?
Nunca lo supe. Y eso me quebró más que cualquier despedida. Quise respuestas. No perfectas. No poéticas. Solo reales. Solo una voz, una frase,
algo con lo que pudiese pelear, negociar, cerrar. Pero lo que me dieron fue ausencia. Una que no grita, pero ahoga.
Con el tiempo descubrí que el silencio también tiene idioma. Un lenguaje cruel que solo entienden los que alguna vez esperaron una verdad… y recibieron vacío. Ese idioma lo aprendí rápido. A la fuerza. Como se aprende a respirar bajo el agua cuando ya es tarde para salir a flote.
Me hice experto en leer entre líneas. En escuchar lo que no se dice. En traducir miradas que evitan. En descifrar mensajes a medias. Y ese talento,
lejos de ayudarme, me convirtió en un prisionero de mis propias interpretaciones. Porque cuando el otro no habla, uno rellena los huecos con sus propios monstruos. Y los míos… hablan con voz familiar.
Me dijeron cosas que nadie dijo. Me abandonaron con palabras que jamás se pronunciaron. Y aún así, yo las escuché todas. En el eco de una llamada que nunca llegó. En la vibración inexistente de un teléfono que solo guarda silencios. En los textos sin respuesta, en los ojos que evitan, en los adioses que no se atreven a ser tales.
Ese es el verdadero abandono: el que no se firma, el que no se nombra,
el que simplemente ocurre… y deja el alma suspendida en la nada. Lo más duro de todo no fue que me dejaron, sino que lo hicieron sin decirme por qué. Me quedé atrapado en una escena sin diálogo final, como un actor olvidado en el escenario mientras el público ya salió del teatro y las luces se apagaron.
¿Y sabes qué ocurre con todo eso que no se dice?
No desaparece. Se pudre dentro. Se vuelve peso. Un fardo invisible que llevas en la espalda aunque nadie lo note. Una mochila llena de frases nunca dichas, de abrazos que no llegaron, de explicaciones ausentes. He cargado con tantas cosas no pronunciadas que a veces siento que el lenguaje se volvió inútil. Que nada de lo que diga podrá liberar lo que no escuché. Y por eso, ahora yo también callo. Porque aprendí que hablar es peligroso. Que mostrar lo que sientes es entregarle a alguien las herramientas para romperte. Y ya me rompieron suficiente con el silencio. No necesito hacerlo yo mismo con las palabras.
Ahora, guardo todo. Lo bueno. Lo malo. Lo urgente. Lo insoportable. Y me hundo en esa quietud que al principio parecía protección… y luego se reveló como una forma elegante de ahogarse. No hay gritos en mí. Solo susurros que no salen de mi boca. Solo pensamientos que se pudren antes de convertirse en oración. Solo emociones que se congelan antes de nacer. Porque hablar duele. Pero esperar palabras que nunca llegan…
eso, eso es devastador. Y así me fui haciendo invierno. No porque quise,
sino porque nadie vino a encender el fuego cuando más temblaba. Y si alguien lo inintentó llegó tarde. Ya me había vuelto hielo.
Así sigo: poblado de cosas no dichas. Relleno de conversaciones que nunca existieron. Roto por silencios ajenos… y ahora, también, por los míos. Y mientras tanto, los demonios —esos pensamientos fríos, sutiles, pacientes—
se sientan conmigo cada noche, y me preguntan con voz baja:
“¿Qué esperabas? Las palabras son una promesa que los cobardes nunca cumplen.”
Y yo, sin responder, solo asiento con la cabeza y me envuelvo en este abrigo hecho de todo lo que jamás se dijo.