Los que susurran en la oscuridad.

El enemigo en el espejo

Hay guerras que no dejan escombros a la vista, pero hacen polvo por dentro. Guerras que no se ven en los noticieros, pero se sienten en cada respiración forzada. Guerras que no estallan con pólvora, pero que arden bajo la piel como brasas eternas. Yo he vivido en una de esas. Una guerra invisible. Lenta. Persistente. Silenciosa. Contra mí. Contra ese yo que se levanta arrastrando los pies, que se mira al espejo y desvía la mirada, que no sabe si es peor el vacío de no sentir nada o el dolor profundo de sentirlo todo a la vez.

No hay enemigos externos. No hay culpables fáciles. No hay nombres a los que gritarles. Solo yo. Conmigo. Contra mí. Porque hay algo en mi interior que aprendió a desconfiar de mi propia voz. Un sabotaje constante. Una mano invisible que desarma cualquier intento de bienestar. Una voz que susurra:
“No mereces paz.”
“Estás fallando otra vez.”
“Todos se irán cuando vean quién eres en realidad.”

Esa voz tiene mi tono. Mi cadencia. Mi precisión. Es como un reflejo oscuro de mí mismo, uno que siempre está preparado para atacar justo donde duele más.

A veces me detengo frente al espejo, y no sé quién me mira desde el otro lado. Veo mis ojos, sí, pero detrás hay algo que no reconozco. Una sombra familiar. Una culpa acumulada. Una especie de condena que yo mismo dicté
y cumplo día a día sin apelación posible. No hay juicio externo que me duela tanto como el interno. Ninguna crítica de los otros supera la que me repito en silencio cada noche antes de dormir. Soy experto en desvalorizarme. En encontrar defectos donde no los hay. En suponer que el amor que recibo es error, o una lástima disfrazada. Y eso me ha vuelto frío. No por arrogancia. No por orgullo. Por defensa. Porque si ya sospecho de mí, ¿cómo voy a confiar en los demás?

He rechazado elogios por miedo a creerlos. He saboteado afectos por no sentirme digno de ellos. He dañado vínculos porque preferí perderlos antes de esperar a que me dejen. He sido mi propio abandono. Me he alejado de la felicidad por parecerme ajena. He cerrado puertas antes de que alguien pueda atravesarlas. He apagado luces por miedo a que alguien vea lo que escondo en la oscuridad.

Y en esa oscuridad, ahí están ellos: mis pensamientos. Mis demonios.
Criaturas silenciosas que nacieron de decepciones externas pero se alimentaron de mis propias dudas. Ellos no gritan. No se imponen. Te susurran con calma lo que más temes.

“No estás mejorando.”
“Estás fingiendo.”
“Estás roto de una forma que nadie puede arreglar.”

Y yo, que he aprendido a dudar incluso de lo bueno, los escucho. Cada palabra cae como escarcha en el pecho. Y yo, congelado, solo asiento.
Como quien ya se rindió. Como quien ya no espera salvación. Intento a veces cambiar el discurso. Decirme cosas distintas. Escribir frases positivas en notas que pego en las paredes. Respirar hondo. Meditar. Callar al monstruo. Pero él no duerme. Solo observa. Esperando el momento débil para volver a atacar.

Es una batalla diaria. Entre lo que soy y lo que temo ser. Entre lo que quiero sentir y lo que me permito. Entre el que se quiere levantar y el que dice que no vale la pena. Y nadie lo nota. Porque aprendí a sonreír cuando duele. A hablar con voz calma cuando tiemblo por dentro. A decir “todo bien” mientras algo en mí se desmorona.

Mi máscara es perfecta. Tanto, que a veces olvido que la llevo puesta. Pero en la noche, cuando el mundo se apaga, cuando no hay nadie que me escuche fingir, el silencio me desnuda. Y ahí estoy Yo. Solo yo. Conmigo. Y con todo lo que he callado. He aprendido a sobrevivir sin tregua. Pero no sé qué hacer con la paz. Porque cuando todo parece estar bien, yo sospecho.
Cuando alguien se acerca con ternura, yo desconfío. Cuando algo me hace bien, yo lo empujo lejos. No por maldad. Por hábito. Porque este enemigo que soy para mí ha hecho del sufrimiento su hogar. Y salir de ahí sería como mudarse a un lugar donde no sé respirar.

Tal vez algún día pueda hacer las paces conmigo. No lo sé. Tal vez pueda decirme: “está bien no ser perfecto”, “está bien fallar”, “está bien sentirse así”. Pero por ahora, sigo parado frente al espejo, esperando el momento en que la figura del otro lado deje de parecerme tan extraña. Y mientras tanto,
vivo. Respiro. Escribo. Intento. Y eso, aunque no lo parezca, también es una forma de resistencia.



#3625 en Otros
#248 en No ficción

En el texto hay: frialdad, soledad.

Editado: 29.05.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.