A veces camino. Camino sin rumbo. Dentro de mí. Como si buscara algo que no sé nombrar, algo que no sé si alguna vez existió. Camino por pasillos oscuros, llenos de pensamientos que no llevan a ninguna parte. Camino con los pies arrastrando culpas, con los ojos cansados de ver siempre lo mismo:
paredes grises. Silencios húmedos. Sombras que no me abandonan.
Todo es un túnel. Uno largo, infinito, sin bifurcaciones. Un trayecto que parece avanzar pero que en realidad solo gira en espiral. Y yo, atrapado en esa espiral, me desgasto. He probado de todo. Cambiar de hábitos, de rostros, de rutina, de piel. Pero la estructura no cede. El túnel sigue ahí. Impasible. Como si se burlara de cada intento de escape.
Hay días en que creo ver una luz. Un destello mínimo al final. Corro. Me lanzo. Respiro hondo creyendo que esta vez sí. Pero es un reflejo falso. Una esperanza pintada sobre el muro. Una ilusión proyectada por mi mente para no rendirme del todo. Y ahí es cuando más duele. Cuando crees que vas a salir y te das cuenta de que no hay salida. Los túneles mentales no tienen puertas. Tienen ciclos. Repeticiones. Susurros. Voces que te repiten lo mismo cada día, como una letanía desgastada:
“No puedes.”
“Siempre será así.”
“Estás solo.”
Y llega un momento en el que uno empieza a creerlo. No porque sea verdad,
sino porque no queda energía para discutirlo. Porque en los túneles sin salida, la esperanza es un peso más. Un peso cruel, que se vuelve insoportable cuando te das cuenta de que no te está llevando a ninguna parte. Entonces te sientas. Te detienes. No por descanso, sino por resignación. El cuerpo sigue vivo, pero el alma se duerme. Y te conviertes en una sombra más del túnel. Un reflejo mudo que ya no lucha. Que solo observa cómo los días pasan sin mover un solo ladrillo de esa prisión interna.
Afuera todo sigue. La gente ríe, habla, ama, se hiere, se cura. Y tú estás ahí, en el centro del laberinto, sin dirección. A veces alguien se asoma.
Pregunta. Toca la pared desde el otro lado. Pero no entienden. Porque los túneles no se explican. Se sienten. Y solo quienes los han habitado pueden ver lo que hay detrás de la niebla.
¿Y qué hay?
Hay vacío. Y frío. Y un eco que repite tu nombre como si estuvieras perdido.
Como si no fueras nadie más que una ausencia. Una espera. Una pregunta sin respuesta. Me acostumbré al eco. Al frío. A la oscuridad. No porque me gusten. Sino porque son lo único que no me mienten.
El calor puede fallar. La luz puede apagarse. Pero la oscuridad nunca promete nada. Solo está. Constante. Silenciosa. Real. Y en esa realidad he aprendido a caminar sin esperar. Sin buscar puertas. Sin soñar con salidas. Porque hay un tipo de libertad amarga que se encuentra cuando dejas de luchar por escapar, y empiezas a vivir en el túnel sin pedirle nada.
Tal vez algún día aparezca una rendija. Un hueco en la pared. Un error en el diseño del dolor. Y tal vez me arrastre por ahí, con las manos rotas, con el alma desgastada, pero con la certeza de que algo cambió.
Hasta entonces, caminaré despacio. Sin fe. Sin prisa. Con los ojos abiertos
y el pecho roto. Porque hay belleza también en resistir.
Incluso en un túnel sin salida.