Los que susurran en la oscuridad.

Donde duermen los ecos.

No todas las prisiones tienen barrotes. Algunas tienen ventanas que no abren, puertas que solo se cierran desde adentro, y paredes que escuchan más de lo que uno quisiera confesar. Yo vivo en una de esas. No porque quiera. No porque no existan otros caminos. Sino porque no sé cómo salir. Y, peor aún, no sé si saldría si pudiera. La casa donde habita el frío no está perdida en ningún bosque, ni en la cima de una colina.

Está aquí, en mí. Me acompaña a donde voy. La llevo como un eco bajo la piel, como una sombra tatuada en el alma. Por fuera, no parece mucho. Sólida. Estática. Casi normal. Pero por dentro… es otra cosa.

Dentro de esta casa las paredes están cubiertas de escarcha emocional.
Cada palabra no dicha se congeló en el aire, y ahora cuelga del techo como estalactitas de silencio. Es peligroso alzar la voz aquí, porque todo lo que cae se rompe, y romper aquí, significa sangrar.

La cocina aún huele a ausencias. A conversaciones interrumpidas. A platos servidos para dos, comidos por uno. Hay una silla que nadie ha tocado en años, pero a la que sigo mirando como si algún día alguien fuera a ocuparla.

La sala es un museo de expresiones apagadas. En los estantes no hay fotos,
hay intentos. Recuerdos que no terminan de morir, pero que tampoco se atreven a vivir. El reloj en la pared marca la hora exacta en la que dejé de esperar. Y el tiempo, desde entonces, se detuvo. No avanza. No retrocede.
Solo repite el mismo día con distinta ropa.

Las escaleras crujen como si protestaran cada vez que intento subir.
Como si quisieran decir:
“¿Para qué seguir explorando lo que ya está vacío?”

Pero subo. Porque arriba están las habitaciones más frías.
Donde no hay luz. Donde los espejos están tapados con sábanas para no tener que mirarme. Una de esas habitaciones está cerrada con llave. Yo la cerré. La sellé. La atranqué con palabras que nadie pronunció. Allí guardo todo lo que nunca enfrenté: las culpas heredadas, los errores propios, las veces que callé cuando debía gritar, y las veces que grité por miedo a ser ignorado. Esa habitación huele a cosas no resueltas. A pasado estancado. A un yo más joven que aún pregunta por qué no fue suficiente.

Y hay otra habitación… la más fría de todas. No por la temperatura, sino por lo que hay dentro: una cama vacía. Un cuaderno a medio escribir.
Y un espejo. Ese espejo es especial. No refleja el rostro, refleja lo que soy cuando no hay nadie mirando. Refleja el cansancio que arrastro en el alma.
La necesidad de afecto que disfrazo con ironías. El grito sordo que me acompaña desde la infancia. Y la tristeza que ya no lloro, porque aprendí a tragarla sin hacer ruido.

Me siento frente a él a veces. No para buscar respuestas, sino para recordar que aún existo, aunque a veces no lo parezca. Aunque a veces preferiría ser solo una sombra más en una casa hecha de silencio. La casa donde duermen los ecos no es una metáfora. Es un estado. Un pulso detenido. Una forma de vivir donde la esperanza no entra sin permiso, y el amor, si llega,
se sienta en la entrada esperando que lo dejen pasar. Pero yo no abro la puerta. No porque no quiera. Sino porque ya no sé cómo.

Me he acostumbrado a los muebles vacíos, a los pasillos largos, al crujir de mis propios pensamientos. He hecho de la soledad mi compañera más fiel, no porque me abrace, sino porque no me exige. El frío me enseñó a no esperar el calor. A dormir con el alma encogida. A levantarme con el corazón helado, pero funcionando.

Porque a veces, vivir no es más que eso: seguir funcionando. Como una casa vieja que resiste el invierno, aunque cada día se desmorone un poco más por dentro. No hay visitas aquí. No hay ruido. No hay salvación. solo la quietud. El silencio. Y yo, construyéndome día a día en los escombros de lo que nunca fue hogar, pero se volvió refugio. Porque cuando uno habita el frío por tanto tiempo, ya no lo siente como castigo. Lo siente como casa. Como costumbre. Como única certeza.

Y en esa certeza… me duermo cada noche esperando no soñar, porque soñar es recordar que hay algo más allá. Y aquí, donde habita el frío, lo que duele no es no tener calor. Es saber que alguna vez lo tuviste y lo perdiste sin saber cuándo, ni por qué.



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En el texto hay: frialdad, soledad.

Editado: 29.05.2025

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