Mi cuerpo no es mío. No lo reconozco. No habita como debería, no responde como antes, no me representa. Es una envoltura prestada que cargo con la paciencia del que no pidió nacer, y con la resignación del que entiende
que no puede desprenderse de su forma sin desaparecer del todo.
Hay mañanas en que me levanto y siento que ocupo un lugar equivocado.
Que mis manos no obedecen, que mis piernas son solo estructuras que me arrastran de un punto a otro, sin dirección ni deseo. No me habito. Me tolero.
Este cuerpo siente, sí, pero no siente lo que quiero. Siente angustia, presión en el pecho, hormigueos que no vienen del alma, sino del sistema nervioso exigiendo un descanso que nunca llega. Cuando me miro, no veo cicatrices, veo historia comprimida. Cada músculo tiene memoria, pero no la mía. Una que heredé de mis propias derrotas. Una que se escribe sin palabras, solo con tensión, con peso, con el tipo de dolor que no puede explicarse al médico porque no sale en los exámenes.
Hay noches en que el cuerpo tiembla sin causa. No hay frío, pero tiembla. Como si supiera algo que yo aún no comprendo. Como si reaccionara a un miedo que no he nombrado.
Este cuerpo ha sido cárcel y escondite. Escudo y evidencia. Y yo, dentro, sin saber si habitarlo o simplemente observarlo como quien ve una herida ajena. Me he sentido ausente dentro de mí mismo. Como un huésped incómodo en su propia estructura ósea. Como una conciencia atrapada en un organismo que solo quiere sobrevivir, no vivir.
Hay días en los que lo maldigo. En los que quiero arrancarme la piel, vaciar los órganos, reiniciar todo desde cero. Pero no hay reinicio. Solo esta máquina desgastada funcionando por inercia, sosteniendo pensamientos que ya no caben, emociones que ya no fluyen.
El cuerpo carga lo que la mente calla. Se enferma de lo que el alma reprime.
Y yo, con cada dolor inexplicable, con cada nudo en la garganta,
entiendo un poco más que no es fatiga, no es casualidad, es historia. Es trauma. Es el precio de callar tanto tiempo.
Hoy lo miro sin odio. No con amor, pero con comprensión. Sé que ha hecho lo que ha podido. Sé que ha resistido tormentas que no estaban hechas de viento, sino de pensamientos que arden.
Mi cuerpo no me pertenece, pero me ha sostenido. Y eso, en esta vida, ya es una forma de lealtad.