-Maravillosa.
Wilhelmina conocía tan bien la hipocresía del Rey que era imposible que fuese a caer presa de sus camelos. En eso, como en otras muchas cosas, se parecían.
Le dedicó una sonrisa casi imperceptible a modo de respuesta.
-¿Es una ocasión especial?
¿Desde cuándo era preciso un evento extraordinario para que ella estuviese maravillosa? Al final este hombre siempre estropeaba sus halagos de una manera imbécil. Lo habitual. No merecía la pena tenérselo en cuenta.
-No particularmente. Cecilia vendrá con sus hijas, como ya te comenté ayer.
-Ah, es cierto. Lo había olvidado. Pero sigo sin entender a qué viene tanta prisa. Si una de las jovencitas quiere convertirse en la dama de compañía de la Princesa… Bueno, el Príncipe aún ni siquiera ha elegido esposa…
-No obstante, el baile es dentro de unos días. Y sería una excelente ocasión para que se relacionaran con caballeros de la nobleza. Siempre es más conveniente que la persona de máxima confianza de la futura Reina esté casada con un Conde o un Duque. Además, cuanto antes aprenda a desenvolverse con comodidad en estos ambientes, mucho mejor ¿no?
Al Rey no se le ocurrió ninguna razón para no estar de acuerdo y ocupó su lugar predilecto en el luminoso salón diurno. Aquella mañana no tenía muchos asuntos que despachar, por lo que no le importunó demasiado la idea de tener que perder algo de tiempo en entrevistarse con la hermana y las sobrinas de la Duquesa.
Ellas llegaron poco rato después. El fastuoso interior del Palacio, aún más impresionante que el exterior, las hizo sentir emocionadas y orgullosas; y a Cecilia, un poco menos lejos de la suerte que había corrido siempre su hermana. Ella estaba rozándola, quizás, ahora.
Fueron majestuosamente conducidas al ala este, donde el rey las recibió, acompañado únicamente por dos pajes y una doncella de avanzada edad. Cecilia buscó con la mirada a Wilhelmina y se sorprendió mucho de no encontrarla allí.
Tras las correspondientes reverencias, el soberano les presentó a la anciana mujer de negro, que resultó ser la nodriza del Príncipe.
-He pensado que ella sería la más indicada para instruir a la dama de compañía de su Alteza ─cuando mi hijo tenga a bien elegirla, claro está. Es ésa la posición que desea para una de ellas ¿no es así?
Cecilia se quedó un poco reparada y analizando, al mismo tiempo, la situación. Sin duda, el Rey no estaba por la labor de andarse con rodeos corteses, y la ilusión de que fuese a tratarlas como algo más que plebeyas recomendadas se desvaneció considerablemente. No obstante, tampoco era tan ingenua como para no saber que el camino hacia el éxito que acababa de emprender iba a estar plagado de momentos así; los cuales tendría que aceptar y seguir adelante.
-Así es, su Majestad -le respondió, con su ya tercera reverencia-. Ésta es mi hija mayor, Regine, y la menor, Gloria. Cualquiera de las dos estaría encantada de servir a Su Majestad… o a Su Alteza.
-No me cabe duda. -Se levantó del trono y paseó alrededor de las muchachas, haciéndose una idea más detallada de ellas.- ¿Qué opina usted, Oda? ¿Cree que servirían?
-Bueno -dijo la antigua nodriza, un poco avergonzada de la cada vez menor diplomacia del Rey-. Por supuesto, con las debidas nociones y orientaciones, seguramente podrían atender con diligencia a la futura Princesa.
-Entonces, no se hable más. No hay que contradecir el buen juicio de Oda -afirmó él, con todo el sarcasmo del mundo.
Cecilia y sus hijas, en realidad, no fueron capaces de detectarlo. De momento, era ya bastante tarea para ellas lidiar con el aturdimiento de haberse encontrado con un hombre muy diferente al descrito por Wilhelmina.- Nos veremos en el baile -dijo entonces a modo de despedida, cogiendo inesperadamente la mano de la madre y llevándosela a los labios.
Tras el beso, Cecilia devolvió el brazo a su posición original con lentitud y, recogiéndose el vestido, se giró y salió obedientemente de la sala, seguida por sus dos desconcertadas hijas.
Los ratones se prepararon para volver ellos también con eficiencia al carruaje.
-¿Qué piensas? -le preguntó Flora cuando estuvieron a salvo en el travesaño de madera, junto a la rueda.
-Estoy… Creo que no había llegado nunca a conocer bien a mi padre.
-Pero tus instintos te llevaban por buen camino.
-Supongo que sí. Como también supongo que tenías razón en cuanto a que yo ya estaba en peligro antes de toparme con vuestra discusión en el pasillo. ¿Sería eso lo que la llevó a transformarme en ese momento y no el hecho de que te defendí?