El ajedrez nunca se le había dado bien a Kasimir. Cuando llevaba ya tres piezas de desventaja, le pareció un momento apropiado para intentar escaquearse.
-Padre, os recuerdo que a mí este juego no me gusta demasiado. No voy a sustituir a Adalberht en todo.
El Rey lo miró enojado, y molesto consigo mismo por echar de menos a su otro hijo. Efectivamente, como contrincante de ajedrez era mucha mejor compañía que Kasimir.
-Dejémoslo, pues -espetó, levantándose de la pequeña mesa de mármol, diseñada específicamente para ese propósito.
Un incómodo silencio impregnó el ambiente.
-¿Por qué al norte? Adalberht odia el frío.
Al Rey le cansaban estas preguntas de Kasimir, que, si bien no eran abundantes, lo ponían en una situación incómoda, altamente irritante.
-Y ¿qué sé yo? Quería rebelarse, huir de todo. Pensará que allí podrá encontrar a más incivilizados como él, que lo acojan… y estar a sus anchas.
A Kasimir, por encantado que estuviese con su nueva situación de heredero al trono, no le acababan de convencer las explicaciones de su padre respecto a este asunto. A pesar de las bien sabidas objeciones de Adalberht a la política del Rey ─incluso a su mismo acceso a la posición de máximo poder en el país, con el tiempo─, esta desaparición suya tan repentina no era propia de él. Hacía tiempo que no descartaba la posibilidad de que terminara por cederle su principado, tal y como estaban yendo las cosas, a pesar de lo insólito de tal decisión y del bochorno que ello causaría al padre de ambos. Pero, huir así, en medio de la noche, como un vulgar traidor, era demasiado cobarde, incluso para su hermano.
Por otra parte, tachar a Adalberht de incivilizado tal vez fuera excesivo. Por mucho que estuviese cuestionando costumbres ancestrales y, podía decirse que, intocables, Kasimir sabía ─aunque jamás fuera a admitirlo en voz alta─ que su hermano era una persona, por lo general, bastante más juiciosa y calmada que él.
Definitivamente, algo no terminaba de cuadrar. Por eso, él se había forjado ya su propia teoría.
-¿A quién pretendéis engañar? -le preguntó a su madre, más tarde, tras la cena, antes de que el Rey llegase al salón-. ¿Adalberht se marcha y coincide con la decisión de Flora de irse lejos, con unos parientes de los que yo jamás he oído hablar? De verdad, Madre, que no me chupo el dedo.
La Duquesa le clavó sus penetrantes ojos grises, esperando que Kasimir no se estuviera adentrando en arenas peligrosas.
Sólo faltaría que él acabara siendo otro problema que resolver.
-Están juntos ¿verdad?
-¿A qué te refieres? -le devolvió ella la pregunta cautelosamente.
-Adalberht y Flora. Se han marchado juntos ¿no? Al fin y al cabo, ellos dos no son hermanos. Se han conocido, se han gustado… y el Rey y tú habéis puesto el grito en el cielo, como siempre.
El joven Kasimir, a pesar de llevar sólo unos años en Palacio, desde la muerte de la Reina─ y de haber conocido a su padre sólo mediante esporádicas ─muy esporádicas─ visitas durante más de la mitad de su vida, se figuraba siempre que los tres constituían algo así como una familia.
Pobre e ingenuo Kasimir, pensó Wilhelmina. Al menos, no suponía una amenaza en ningún sentido. De hecho, su teoría no habría sido una mala excusa en un principio. Pero ahora era mejor no incurrir en contradicciones ni desmentidos.
-Me temo que la realidad es menos emocionante de lo que pueda cruzar esa cabecita tuya. Tus hermanos no son dos tortolitos fugados para vivir su amor en libertad. Y, efectivamente, ellos no están emparentados entre sí, con lo que ¿por qué, si llegara el caso, habrían de hallar oposición alguna? Flora está donde debe estar: mejorando su educación al cargo de personas de la máxima confianza para mí, y que tú ya tendrás ocasión de conocer. En lo que respecta al Príncipe -se arrepintió al momento de su torpeza: su hijo era ahora el Príncipe y así debía desde ya sentirse-, a Adalberht… Pues, estará ¿qué sé yo? ¿Qué nos importa? Nunca sirvió para ocupar el puesto que ahora, por fin, es tuyo. El destino ha obrado para poner a cada uno en su sitio; eso es todo.
Sí, pero ¿cómo?
La duda no llegó a ser formulada en voz alta por el nuevo Príncipe. A veces, la intuición le aconsejaba no indagar demasiado ─especialmente si el aire soplaba a su favor.