Al ver al ratón entrar en su cuarto, Herta se preguntó si no estarían sufriendo una plaga. Últimamente no dejaba de verlos por toda la casa y, tal vez, su presencia hubiera alcanzado ya el punto de preocupante.
El pequeño roedor se acercó despacito a ella, que, sentada en la cama, con un brazo apoyado sobre la sábana anudada que contenía sus escasas pertenencias ─las pocas que le habían dejado quedarse tras morir su padre─, lo observó y se dio cuenta de que no era el mismo que había mordido a la cocinera. Éste era más pardo. ¿Era el que acompañaba al otro ratón cuando entraron por la puerta principal?
El animal se colocó delante de ella, a pesar de que, esta vez, Herta no había podido evitar sobresaltarse y había emitido un ligero amago de grito al detectarlo moviéndose por la habitación. Pero el ratón, aunque cauteloso, no se había asustado con su reacción, y había seguido adelante, hasta este momento en el que ambas se encontraban frente a frente, iluminadas por la raquítica vela de la mesilla de noche.
Llevaba algo en la boca, que soltó en el suelo cuando se hubo cerciorado de que la muchacha se daría cuenta. Herta alargó lentamente la mano, temiendo, por un lado, que el ratón se asustase y, por otro, que pudiera morderle.
Se trataba de un trozo de papel con una anotación: “Sígueme, por favor. Ayuda”.
Herta había oído hablar de las palomas mensajeras, pero ¿un ratón mensajero? Además, ¿quién lo habría enviado? La posibilidad de que fuera una broma de sus hermanastras le pasó por la cabeza, pero tuvo que descartarla: Ellas no habrían tenido, de ningún modo, ni la paciencia ni la habilidad necesarias para adiestrar así a un animal. Aunque, entonces ¿quién? ¿Tendría que salir fuera de la casa? Por si acaso, cogió sus cosas, y el ratón, al ver que se levantaba, inició la marcha. No obstante, antes de abandonar la habitación, se volvió un momento, miró la nota, que estaba en el suelo, y miró a la chica, hasta que ésta entendió que no debía dejarla allí.
Caminaron a oscuras hacia la cocina. En ocasiones, Herta dejaba de ver al ratón, pero pronto volvía a aparecer, hasta que al fin se detuvo en su destino.
Lo que vio le resultó aún más increíble que la idea de un ratón adiestrado. ¿Era posible esto? ¿Un ratón llamándola para ayudar a otro ratón? ¿Con una nota? La sorpresa no la dejaba reaccionar. Reconocer al animal que estaba en la trampa lo hacía todo incluso más raro. Demasiado raro.
El ratón pardo no la dejó perder demasiado tiempo. Enseguida empezó a emitir unos chirridos agudos cargados de impaciencia. Herta sacudió la cabeza, como apartando cualquier pensamiento, y procedió a liberar al animalillo perlado de su cepo.
Sangraba.
Sin pensárselo dos veces, los cogió a ambos y se los llevó a su habitación. Era donde con menos probabilidad alguien los interrumpiría. Allí, lavó al ratoncito apresado y, después, incluso intentó borrar las manchas de tinta del otro, aunque no lo consiguió del todo.
Vendó la patita herida con una tira de tela que rasgó de uno de sus pañuelos y, por último, se quedó mirándolos.
-Bueno -susurró-. Y ahora ¿qué?
Durante todo el proceso, los ratones no habían mostrado el menor miedo o resistencia. De hecho, en este instante, estaban devolviéndole la mirada como si… como si pudiesen entenderla.
Entonces, el ratón de pelo más claro hizo algo que eliminó cualquier duda que Herta pudiera albergar de si así era. Juntó sus patas delanteras y agachó la cabeza hacia ellas, en un clarísimo gesto de agradecimiento.
La muchacha notó que se mareaba un poquito. Cerró los ojos y se sujetó la cabeza con las manos, fastidiada por encontrarse indispuesta en un momento tan fabuloso.
Pronto pasó. Había sido la impresión, sin duda. Y los ratoncitos seguían allí, en el mismo sitio, atentos a ella. De repente, decidió que esa noche no se marcharía. Tanto ella misma como sus nuevos amigos habían tenido demasiadas emociones. Debían descansar y, mañana, ya se vería.
Acomodó a los dos ratones en un rincón, envueltos en uno de sus chales de lana, y ella se refugió bajo la insuficiente manta de su fría cama.