-Adelante.
La tapa de la bañera ocultaba casi todo el cuerpo de la Duquesa. Prácticamente sólo quedaba fuera su cabeza, con el pelo cayéndole en cascada hasta rozar el suelo. La criada dejó las toallas sobre la butaca y se llevó la ropa que la Señora se había quitado.
Al llegar al lavadero, se dio cuenta de que entre las prendas iba un colgante: un cordón negro de terciopelo con una llave. Pensó en llevárselo inmediatamente, pero, antes, organizó la ropa en los montones adecuados.
La nodriza del Príncipe llegó en ese momento a buscarla.
-¿Qué has hecho en la habitación de la Duquesa? -le preguntó, sin mucho énfasis. Oda sabía ya que la de Bosfor no requería excesiva provocación para encontrar motivo de queja.
-Nada -respondió la muchacha palideciendo-. Sólo he recogido la ropa sucia.
-Pues te anda buscando. Bueno, nos ha hecho a casi todos que te busquemos. A todos a los que ha visto al asomar la cabeza al pasillo. Algún día va a fundir la campanita de tanto usarla.
-Yo… iba ahora mismo a devolverle esto, que estaba entre la ropa. A lo mejor es eso lo que busca. ¿Pensará que lo he robado?
Oda se quedó mirando la llave que la chica le mostró.
-Dame. Yo se la devolveré.
La doncella la miró con sumo agradecimiento. Librarse de una regañina de la Duquesa no era cosa de poca importancia.
-Y no te preocupes -le dijo la anciana, girándose cuando ya se iba-. Le explicaré que te la llevaste por error. Lo que tiene que hacer es ser más cuidadosa… o lavarse ella misma la ropa si le molesta tanto que le toquen sus pertenencias. -Esto último más bien lo murmuró para sus adentros. Durante toda su vida, Oda había sido siempre sumamente discreta ─lo que le había granjeado un puesto de máxima confianza en la Corte─ pero, últimamente, ─quizás con los achaques de la vejez─ empezaba a estar más que harta de muchas cosas.
Al llegar a la habitación, tocó en la puerta, pero no halló respuesta. Era lo que esperaba. Imaginaba que, dada la urgencia que había mostrado por solucionar el incidente, habría salido ella misma también a encargarse personalmente.
El hecho de que la Duquesa, con toda probabilidad, no supiese dónde estaba el lavadero le otorgaría algo de tiempo.
Con suma precaución, entró en la estancia. Efectivamente, la Duquesa no se encontraba allí. Lo observó todo con atención, confiando en que las prisas de la dama le pudiesen proporcionar algún indicio ─algún descuido─ de utilidad.
Uno de los cajones de su cómoda no estaba tan encajado como los demás. Oda se acercó y lo abrió despacio. Había una caja de metal, con cerradura. Había deducido bien que, al echar en falta la llave, la Duquesa habría ido a comprobar lo que ésta abría por si, por ejemplo, se la hubiese dejado puesta.
Demorarse más sería correr un gran riesgo ─la Duquesa era lo suficientemente influyente como para que a una palabra suya, sin importar los años de servicio o el aprecio que se había ganado, la echaran sin más ni más; o algo peor. Oda era muy consciente de ello. Sin embargo, la curiosidad fue más fuerte que el miedo a ser sorprendida e introdujo la llave que llevaba en el bolsillo en la pequeña cerradura.
En honor a la verdad, no se trataba simplemente de dar rienda suelta a un impulso fisgón. En el poco tiempo que la Duquesa de Bosfor llevaba en Palacio, se habían desencadenado una serie de acontecimientos ─de desapariciones, concretamente─ muy extraños. Para empezar, del Príncipe, a quien ella había criado y cuidado desde muy niño; alguien a quien quería prácticamente como a un hijo y de quien no se olvidaría así como así. De Detlef, que pese a haber venido como criado de la Duquesa, en varias ocasiones ya, por azar, había ayudado a Oda en distintas contingencias que le habían surgido; un chico muy amable y bueno, a los ojos de Oda, que también había desaparecido. Incluso la propia hija de la dama se había marchado de una manera demasiado repentina.
Oda no estaba tranquila y, por eso, ahora que se había encontrado con la oportunidad en la mano, quiso investigar.
La Duquesa era tan peculiar, tan maniática con sus cosas ─tenía a las doncellas nerviositas desde su llegada─ y tan misteriosa, que la anciana se preparó para encontrarse lo más inimaginable dentro de aquella caja. La destapó como quien mete la mano en un avispero. Por otra parte, tampoco se le escapaba el gusto de la dama por el lujo y las alhajas. Podía sencillamente tratarse de eso: sus joyas, guardadas a buen recaudo.
Pero no eran joyas.
La caja albergaba pequeños frascos de cristal con etiquetas, que denotarían probablemente, su contenido. Cogió uno de ellos y leyó la inscripción “Inv”.