La última vez que Herta había montado en la calesa había sido el día del entierro de su padre. Después, hasta la cocinera podía hacer cosas que ella no, como marchar al mercado o a cumplir los recados de la Señora.
Así que hoy intentó disfrutar al máximo de esta rara oportunidad, que no sabía cuándo volvería a presentarse, y dedicó el trayecto, no a preocuparse por las incertidumbres o los misterios que ahora giraban en torno a Palacio y a su propia vida, sino a observar las casas, las calles, a la gente que iba de un sitio a otro o paseaba tranquilamente por la ciudad. Una de esas personas, una joven con la que Herta había asistido a clases particulares ─como el resto de las hijas de los señores que no podían permitirse tener interna a una institutriz─, le dirigió desde la acera una mirada de sorpresa, que luego se transformó en desprecio. Su padre había ocultado siempre su verdadero origen: el resultado de un affaire con una de las criadas. La madre de Herta había muerto en el parto y él, de cara a la galería, había fingido que Herta era la hija de unos parientes fallecidos a quien él y su esposa habían adoptado. Lo que le había costado que Cecilia aceptase cubrir esa mentira, Herta realmente nunca lo sabría, pero una antigua sirvienta de la casa le había contado que su padre siempre tuvo claro que la criaría como a su hija que era. Y hasta que él murió, ella no fue del todo consciente de cuánto había controlado y sujetado su padre a sus otras dos hijas y a su esposa para que ella tuviera una infancia y juventud más o menos tranquilas y felices, sintiéndose una igual en aquella familia.
Ahora, todo había cambiado. De un día para otro, su familia y casa habían dejado de pertenecerle, y su madrastra y sus hermanastras ─a cuyo servicio ahora se encontraba─ no paraban de insistir en que su situación actual era, ni más ni menos, la que tenía que haber sido desde el principio.
Cecilia no le dirigió la palabra en todo el camino, de manera que la intriga respecto al motivo de su excursión se mantuvo hasta que se encontraron reunidas con la Duquesa de Bosfor en las dependencias de ésta.
Herta se sentía muy incómoda mientras la hermana de su Señora daba vueltas en torno a ella, observándola meticulosamente.
-No la recordaba tan rubia.
-Se le ha ido aclarando con los años. Lo contrario de lo que le ha ocurrido a mi Gloria. Su pelo es ya prácticamente castaño. Creo que esa es una de las razones por las que le tiene tanta manía -terminó Cecilia, riendo-. Mi pobre niña no puede ni verla ya.
El odio afloró a los ojos de la viuda de su padre. Herta pensó en los dos ratones. Se preguntaba si habrían cumplido su promesa de acompañarla, si estarían aquí ahora, en algún lugar de este inmenso palacio. Ellos eran la única razón por la que no salía corriendo en este mismo instante de allí, lejos de tanto desprecio e injusto rencor. Por ellos aguantaría un poco más, no sabía cuánto, ─quizás hasta saber si la necesitaban o si habían visto posibilidades de hallar el modo de romper el hechizo.
De repente, el miedo a la Duquesa, a lo que era capaz de hacer, superó durante un rato sus otros malestares.
-No es fea… Tiene percha -dijo la Duquesa, obviando completamente los insustanciales comentarios relativos a las fruslerías de su sobrina. El interés que le despertaba la familia de su hermana y sus idiosincrasias era directamente proporcional al cariño que sentía por ellas, y únicamente recurría a su compañía si, como ahora, podían reportarle algún tipo de beneficio. Afortunadamente para Wilhelmina, su superior condición e inteligencia raramente habían propiciado tal necesidad.
-Seguro que puedes hacer algo con ella.
-Hmmm. Es posible.
-¿Quieres que la deje aquí?
-No. No. No quiero que el Príncipe la vea antes del baile. Te enviaré… O… Te daré el vestido y los adornos que quiero que luzca mañana. Yo creo que tú puedes encargarte perfectamente.
-No.
-¿No?
Cecilia intentó no molestarse ─no cegarse, al menos─ por el hecho de que la muchacha hubiese superado las expectativas de Wilhelmina.
-No tienes idea de la que podría organizarse en mi casa si mis hijas me ven llegar con un vestido mucho más bonito que el suyo ─Cecilia sabía que lo sería y para qué negarlo─, y resulta que no es para ninguna de ellas sino para ésta.
Herta tuvo que morderse el labio para no replicar ante el insulto. La Duquesa abrió mucho los ojos, fingiendo asombro.
-En ese caso… se quedará. Puede pasar estos dos días en el cuarto de Flora. Allí no la verá nadie… Bien, pues, todo arreglado -continuó, llevando a su hermana por el hombro, a modo de despedida, hacia la puerta.