Después de almorzar, la Duquesa mandó llamar a Oda para tener una charla privada con ella. La vieja nodriza, que había empezado ya a creerse a salvo de sus sospechas, se dirigió desmoralizada a cumplir con la orden, convencida de que no encontraría manera de zafarse de decir la verdad ─y de sufrir terribles consecuencias.
La Duquesa la esperaba seria, pero con ojos sonrientes.
-¿Quieres que me ande con rodeos, Oda?
La anciana respiró hondo y soltó el aire despacio por la nariz.
-No. Os lo ruego.
-Provienes de una familia interesante -comentó la aristócrata-. ¿Tu madre tal vez tenía una colección de frascos como la que viste en mis dependencias?
-Mi padre era médico. El médico de la Corte. Ella únicamente le ayudaba.
-Pero sabía preparar ungüentos.
-Sabía preparar aquello que mi padre le enseñó a preparar. Remedios y cosas que él necesitaba en su oficio.
-Sin embargo, fue acusada de practicar la hechicería. De hacer pócimas.
Oda no pudo evitar esbozar una sonrisa de amargura al evocar todo aquello.
-Sí, así fue. Y fue gracias a la intervención de mi padre, a la estima en que lo tenían a él, que mi madre sólo se vio obligada a dejar de prestarle su ayuda.
La sirvienta estuvo a punto de añadir un comentario respecto al peligro que representaba el saber para las mujeres, y del que alguien tan virtuoso como la Duquesa debía, sin duda, ser consciente. Pero, en el último instante, decidió no hacerlo. La dama, claramente, maquinaba algo, y era altamente improbable que la injusticia cometida contra su madre hubiese despertado un sentimiento de solidaridad en ella.
El silencio de la Duquesa era una mezcla de altivez y dudas sobre cómo proceder a continuación. A Oda siempre la habían puesto nerviosa estas pausas en medio de una conversación, pero, desde su condición de sirvienta, había aprendido a controlar sus impulsos y a dejar que los Señores decidiesen en toda ocasión cómo y cuándo continuar. En este momento, curiosamente, a pesar de su impaciencia por conocer las intenciones de la mujer que tenía enfrente, prefería que fuese la otra persona la que desvelase sus cartas antes de dar ella ningún paso en falso. Su inferioridad, en este caso, le pareció ventajosa y decidió aprovecharla.
Finalmente, la Duquesa habló.
-Si después de tantos años, Oda, la historia ha llegado a mis oídos, es porque las sospechas sobre ella no se disiparon tan fácilmente.
No era una pregunta, ni era una orden. La nodriza no replicó.
-¿No vas a decir nada?
-¿Qué desea la Señora que diga?
-Quiero saber -respondió Wilhelmina, perdiendo un poco la compostura, a pesar de haber recobrado su tono de voz más calmado- si todo eso tiene algo que ver con el hecho de que fisgonearas entre mis cosas.
Había llegado el momento de mentir o no. Al alcanzar este punto, Oda había contado con saber ya cuál de las dos opciones era la mejor, pero, al no ser así, decidió mentir.
-Lamento profundamente que hayáis llegado a esa conclusión, mas debo deciros, con todo el respeto, que estáis equivocada. Yo os aseguro que la muchacha se llevó vuestro colgante por error y que yo únicamente fui a devolvéroslo. ¿Acaso os ha desaparecido algo más?
-Sabes perfectamente que no -dijo la Duquesa, masticando cada palabra-. Y no era esto lo que pensabas decirme cuando has aparecido por la puerta. Has errado al decidir infravalorarme. Habrías hecho mucho mejor en temer todo lo que sabes que hay de temible en mí.
Oda se preguntó si el Rey alguna vez la habría escuchado hablar así.
La bella dama se levantó de la silla y, recolocándose el pelo, paseó por la estancia hasta situarse cerca de la anciana.
-Te va a resultar todo muy sencillo -le dijo-, porque sólo tienes una opción: ser a partir de ahora mi más fiel aliada. Yo me encargaré de averiguar hasta qué punto me puedes resultar de utilidad y tú únicamente deberás obedecerme. Las consecuencias de cualquier otra acción las dejo, de momento, a tu imaginación.
La nodriza se retiró inmediatamente y, mientras recorría el camino de vuelta al comedor de las doncellas, donde, desde que ya no ejercía verdaderamente como nodriza del Príncipe, pasaba la mayor parte del tiempo, en espera de ser requerida para cualquier servicio, se le cruzó por la mente trasladar las palabras de la Duquesa al Rey, que era, al fin y al cabo, su Señor, y a quien debía, antes que a nadie, obediencia. Pero, tras pensarlo bien ─y conociendo bien a Su Majestad─ sacó la conclusión de que estaba demasiado apegado a la cautivadora aristócrata como para hacer caso a ningún reparo que ella pudiera tener en atenderla. Se estaría engañando si creyera que el Rey iba a tener algún tipo de consideración hacia ella más allá de valorar sin gratitud su obediencia permanente.