La cabaña del bosque era lo bastante grande para albergar a veinte personas. No obstante, sólo vivían en ella los seis hermanos Enbojup, quienes, tras haberse reducido considerablemente el rendimiento de la mina, eran los únicos que quedaban ya al cargo de su explotación.
Recibieron a los cuatro recién llegados con cordialidad. A Adalberht lo trataban con una mezcla de aprecio y reverencia. Las noticias de Palacio aún no habían trascendido demasiado a la población en general, y la explicación que éste les dio sobre la transferencia de poder a Kasimir fue tomada con cierto recelo por estos seis hombres, que seguían dirigiéndose a él como Alteza, por si acaso. Herta se preguntó si no se habría equivocado Adalberht al elegir este destino como la primera parada de su nueva vida al margen de la realeza.
Herta y Flora también pronto descubrieron que, para ellas, la estancia en la cabaña no sería un plato de buen gusto. Sin embargo, ambas tenían a su favor que ya esperaban que la osadía de empezar de cero, siendo mujeres y sin recursos, no se les planteara como algo fácil. Los hermanos Enbojup no tardaron en informarse de la relación ─la no relación─ entre las jóvenes y sus acompañantes, que Adalberht, en su punto débil de candidez, y a pesar de los esfuerzos de Detlef, les desveló. Enseguida, los seis mineros se sintieron con derecho a hacer bromas y tomarse libertades de las que, de haber estado casadas Flora y Herta, no habrían hecho gala con tanto descaro.
Durante los tres primeros días, los hombres fueron a trabajar a la mina y ellas se quedaron al cargo de la casa.
Que los cuatro estaban dispuestos a trabajar duro era algo que no hacía falta discutir; y que Adalberht sabía al tipo de trabajo al que se comprometía en la mina también estaba claro. Pero enseguida sus otros tres compañeros comprendieron que en lo que, más que probablemente, éste hubiera estado engañado era en el carácter de sus empleados, a los que él había venido con la intención de tratar como iguales.
Seguramente, los encuentros que hubieran tenido con anterioridad, que tampoco habían sido muchos, se habían saldado favorablemente con los encargados de Dwarf echando mano de sus dotes actorales para dar muestras interesadas de amistad. Pero, ahora ─y cada vez más, conforme fueran tomando verdadera conciencia de la situación en la que se encontraba el ex-príncipe─, no tardaría en destaparse la auténtica personalidad de estos hombres, incluso a los ojos de aquel al que más les convenía, de momento, ocultarla.
La tercera noche, ya no se cortaron al hacer sus comentarios jocosos, sin miramientos y perfectamente oíbles por Adalberht.
-Muchacha, tú deberías venir mañana con nosotros a la mina. Con ese cabello tan corto, no pareces mucho una mujer. Es más, me molesta que me sirvas la comida. Si llevas el pelo como un hombre, deberías trabajar como un hombre y dejar que tu compañera, la esmirriada, se encargue de limpiar y cocinar.
Inmediatamente, Detlef y Adalberht se pusieron en pie, mientras estallaba una sonora carcajada a cinco. El primero, que desde que habían vuelto ese día de la mina, no había dejado de admirarse de lo bello que el pelo corto ─que aún no se había atrevido a halagar─ dejaba ver el cuello de Flora y, en general, resaltaba sus exquisitas facciones, sintió que las llamas le afloraban a los ojos. Él estaba ya tan harto de aquellos truhanes como lo estaban las chicas, pero por respeto a la ilusión de Adalberht, y por una amplia paciencia, fruto de muchos años de práctica, los estaba tolerando. No obstante, había límites que no pensaba dejarles cruzar.
Los pocos segundos que tanto Detlef como Adalberht invirtieron en decidir si malgastar palabras o lanzarse directamente a la pelea, Flora los aprovechó para verbalizar su réplica:
-Es justo lo que pensaba hacer: ir a la mina mañana. Yo tampoco creo que mi lugar esté aquí esforzándome por procurar un hogar agradable a una pandilla de necios que, de tan guarros, no sabrían apreciar mis esmeros. Lo que no sé es con cuántos de vosotros me encontraré allí. Es probable que no muchos.
La incógnita se extendió por la habitación momentos antes de que lo hicieran los retortijones y los desmayos.
-Pero ¿qué…? -Detlef miró a Flora en busca de respuestas, al igual que los otros dos únicos pares de ojos que estaban de pie y no retorciéndose por el suelo.
-Ah, por cierto -les dijo ésta a los ocupantes originales de la cabaña que aún quedaban conscientes-, vuestro bosque está lleno de hierbas interesantísimas. Es un tesoro que deberíais cuidar bien.
-¿Los has matado? -preguntó Herta, realmente convencida de que su pregunta era más bien retórica y de que la respuesta era claramente un sí.
-No, no. Sólo les durará unas horas. Bueno… un par de días, a lo sumo. En fin, yo me voy. Si alguien quiere acompañarme, le esperaré.