En la calle, unos incómodos Detlef y Herta esperaban. En este momento, los dos sentían que carecían de papel en el nuevo entuerto acaecido. Herta, con el estrecho lazo que la unía ahora a Adalberht, estaba menos tentada a sentirse fuera de lugar, pero a Detlef, sobre todo estando las cosas tan tensas de nuevo con Flora, sí se le pasaba por la cabeza marcharse. En su corta lista de motivos, figuraba, en una posición no poco preeminente, la cercana posibilidad de una rebelión encabezada, entre otros, por su propio hermano. Detlef no quería combatir. Estaba harto de esforzarse y luchar toda su vida simplemente por tener una subsistencia carente de ilusiones. No derramaría la sangre de otros, ni la suya propia, en pos de un cambio dentro del cual él, de todos modos, no podría ser feliz. Una sola cosa, una sola persona, podría haberle llevado a hacerlo ─por ella, si verdaderamente estuviera seguro de su mutuo amor, podría haber hecho lo que fuera, luchado contra quien fuera, encontrado una infinita energía. Pero no lograba sentirse así. Y lo peor era esa sensación que tenía ahora mismo en el estómago, cuanto más lo pensaba, de que no era ella quien estaba fallando.
-Estás pálido Detlef -le dijo Herta-. ¿Te encuentras bien?
Él respondió, no muy seguro de si efectivamente le hablaba a ella o si seguía inmerso en sus pensamientos.
-No he debido dejarla ir sola, ¿verdad?
Debió de decirlo en voz alta, pues Herta replicó, a su vez:
-Bueno… Flora sabe cuidar bastante bien de sí misma; aunque sé por experiencia que las dificultades y los temores se llevan mejor en compañía.
Él le clavó la mirada como si sus palabras hubieran sido el empuje que necesitaba. Aun así, un halo de bochorno ensombreció su ímpetu: Al final, siempre necesitaba de algún resorte externo para lanzarse. Nunca llegaba a hallar la voluntad de estar al lado de Flora simplemente en él mismo.
A pesar de esta última nube de pesadumbre, el arranque pudo más; y estaba a punto de buscar un rincón donde transformarse en ratón y correr a asistir en lo que pudiera a Flora cuando la expresión en el rostro de Herta le hizo detenerse. Ella era ahora la pálida.
Por la acera se acercaban dos mujeres: una de ellas joven, la otra mayor. A Detlef, una vez que se fijó en ellas ante la reacción de su compañera, le pareció que le sonaban vagamente sus caras.
-¡¿Herta?!
El muchacho sujetó en el aire la mano de la mujer de más edad antes de que se estampara contra la mejilla de la nombrada.
-¡Pero ¿cómo te atreves?! -le dijo a su hijastra, centrándose por completo en ella y apenas reparando en el joven que acababa de agarrarla.
Regine observaba la escena disimulando una sonrisa.
-¿Cómo osas aparecer por aquí después de tu conducta escandalosa, traicionera y desagradecida? -continuó Cecilia-. ¿Así me has pagado todo lo que he hecho por ti? ¿El cariño de tus hermanas todos estos años?
Dos cosas impedían a Herta en ese momento abrir la boca: una, lo inesperado del encuentro; dos, el desprecio absoluto por unos seres, cuyas preguntas no tenían el menor sentido ni ella pensaba cansarse lo más mínimo por encontrárselo.
-¿Sabes algo de Gloria? -le preguntó a Herta su hermanastra.
La madre la miró espantada.
-¿Por qué iba a saber ella algo?
-No lo sé. Si se ha dado a la mala vida, quizás ahora frecuenten los mismos círculos.
El guantazo finalmente se materializó, pero en una mejilla que Detlef no hizo el menor intento por proteger.
Regine la miró llena de odio. La bofetada había sido tan fuerte que, a pesar de todo, incluso Herta llegó a sentir lástima por la receptora durante unos segundos.
Su madrastra, sin embargo, empleó esos segundos en sopesar el valor del comentario de su hija mayor, que tan duramente había castigado.
-¿No sabrás algo? -le dijo a ella.
Todo se estaba desarrollando de manera rápida y tensa. Sin embargo, Herta empezó a sentir que la invadía una extraña ola de tranquilidad, al ser consciente de que su relación con aquellas personas había cambiado totalmente ─de que, de hecho, ya no existía. Eso le permitió responder, siendo ella la primera sorprendida, sin obedecer a ninguna reacción visceral, sino ─increíblemente─ por pura curiosidad.
-¿Ha desaparecido?
A Cecilia, la mera posibilidad de que aquella sirvienta (estaba enfatizando la palabra en su cabeza) se sintiera, ni por un momento, hablando de igual a igual con ella, le provocaba náuseas. Así que decidió no rebajarse a dirigirle más la palabra y seguir su camino. Cuando arrancó a andar, Regine la siguió de mala gana. Últimamente estaba teniendo que soportar demasiadas humillaciones a causa de su madre.