Esta vez, Flora no quiso ni entrar. Desde la puerta oyó las dos voces y supo que su hermano estaba bien. Vivo.
Otro engaño de su madre; alguna estratagema en pos de sus intereses, fueran cuales fueran. ¿Qué importaba?
Estaba cansada. De repente, no recordaba por qué había vuelto al palacio. ¿De verdad había tenido el instinto de ayudar a Kasimir? ¿De saber si era verdad que había muerto? ¿Por qué?
Se quedó allí en el pasillo, junto a la puerta, esa puerta que odiaba, esperando que pasara por allí algún sirviente para tenerse que esconder.
Todo sucedió en un instante.
Detlef llegó, transformado también en ratón, y, sin que ninguno de los dos tuviese tiempo de percatarse, la Duquesa de Bosfor apareció y lanzó con su brazo un ataque, que volvió a chocar, como en anteriores ocasiones, con el hechizo protector que Flora había instaurado sobre ella misma y sus tres amigos. Un hechizo que requería de un gasto de energía personal mayor del habitual. Lo suficientemente grande como para convertirse en un sacrificio: el de su capacidad, ya para siempre, de poder tener hijos.
Pero ¿cómo podría ella nunca mirar a unos hijos a la cara sin sentir vergüenza, sabiendo que había estado en sus manos salvar las vidas de tres personas muy queridas para ella y no lo había hecho? No. Prefería no ser madre a llevar ese peso sobre su conciencia el resto de su vida.
Aunque el ataque de la Duquesa fue infructuoso, su intención de hacerles daño fue más de lo que Flora pudo soportar. ¿Cuántas veces eran ya las que había sufrido o presenciado la ira de su madre, su maldad, sus ansias de poder, su envidia? ¿Cómo puede un alma aguantar que la persona que más debería quererla no pare de intentar hacerla desaparecer y de hacer daño a quienes sí la incluyen en sus vidas?
Esta vez ya no pudo.
Y, recobrando su forma humana, lanzó con el dedo índice un rayo mortal que acabó en un instante con aquella mujer de cabello oscuro, piel blanca y ojos penetrantes. Su madre. La Duquesa de Bosfor. La madre del que quizás habría sido rey. Wilhelmina.
Como muchas veces ocurre, el desenlace defrauda.
Pero es lo que suele ocurrir.
Éste podría haber sido el momento en el que Detlef reparara con un mero abrazo, en un momento en el que habría sido muy apreciado, errores del pasado; errores de los que acababa de lamentarse justo antes.
Pero no lo fue.
Detlef reaccionó marchándose. Ni siquiera se quedó el tiempo necesario para transformarse. Se marchó con su forma de ratón. Y Flora lo vio irse mientras una extraña y oscura calma la invadía.
No podía pensar. Tampoco deseaba hacerlo. Sentía todo su cuerpo y su alma atrofiados. Incapaz de moverse. Incapaz de sentir nada.
Por eso no reaccionó de ningún modo cuando, segundos después de que Detlef hubiera desaparecido por el pasillo, la nodriza de los príncipes se materializó de la nada junto a ella.
-No has sido tú. Ha sido el dolor tan grande que llevas dentro -le dijo, como si fueran las mejores amigas.
Flora dirigió la vista hacia ella, con movimientos lentos, le parecía, muy lentos. Sentía como si tardase un rato en culminar hasta un simple parpadeo.
-¿Estabais aquí? -le preguntó finalmente, sin dejar de flotar en esa calma extraña.
-Os seguí desde Sonlagarb. Sabía que, de un modo u otro, tarde o temprano, comenzaría a hacerse justicia.
Flora empezó a comprender.
-Vos matasteis al Rey -afirmó, sin atisbo de emoción alguna.
-Por supuesto -respondió la anciana orgullosa. -Y supongo que tú mejor que nadie comprenderás mis motivos.
Flora se quedó pensando. Notó la pared fría a su espalda y frío en las piernas. Estaba sentada en el suelo. Ni siquiera se había dado cuenta. No recordaba haberlo hecho.
Miraba a la anciana e intentaba verse reflejada en ella, tal y como la mujer parecía sugerir.
-¿Rencor? -aventuró.
-Puedes llamarlo así. Estuve muchos años pensando que, de algún modo, se me valoraba. Pero no era así.
-Por eso matasteis al Rey, pero ¿a Adalberht? Me cuesta creer que os sintierais menospreciada por él.
Oda estuvo a punto de responder que a Adalberht no le había hecho nada, pero se contuvo. El cuerpo inerte de la duquesa en el suelo le recordó que ella misma había propiciado este levantamiento de máscaras. Necesitaba decir la verdad. Y nadie mejor que Flora y ningún momento mejor que el presente.