Dicen los mercaderes que el desierto nació del castigo.
Pero yo… yo he escuchado otra versión,
una que no se enseña en templos ni se escribe en los libros,
sino que se susurra al oído de los viajeros perdidos,
cuando el viento deja de soplar y el silencio respira.
Antes de los hombres, cuando el cielo aún no tenía nombre,
el mundo era un océano de fuego.
En su furia solitaria, el Fuego llamó al Viento,
y el viento acudió, libre y salvaje,
danzando sobre las llamas con risa de niño.
Así nació el primer amor; imposible, eterno y condenado.
El Fuego quiso abrazar al Viento, pero lo consumió;
el Viento quiso besar al Fuego, pero lo apagó.
Ninguno podía poseer al otro sin destruirlo.
Y, sin embargo, siguieron amándose,
noche tras noche sin luna,
hasta que sus besos encendieron la arena y su llanto la endureció.
De esa pasión que el cielo no quiso recordar,
nació Namhara,
donde cada grano de arena guarda un secreto,
donde cada sombra es un eco de aquel amor que ardió demasiado.
El sol que hoy abrasa sus tierras no es más que su hijo —
el fruto de un beso que desafió a los dioses.
Y por eso el desierto nunca duerme.
Porque en cada crepúsculo, el viento aún busca al fuego,
y el fuego aún llama su nombre entre las dunas.
A veces, cuando el aire arde y el horizonte tiembla,
yo creo escucharlos.
No son las arenas moviéndose, viajero…
es el corazón del mundo que aún late bajo tus pies.
…y cuando el fuego y el viento callaron,
el desierto quedó solo.
Entonces la arena suspiró.
De sus profundidades brotó una figura,
envuelta en polvo dorado y luz quemada.
No tenía nombre ni sombra,
y sus ojos eran espejismos:
quien los miraba veía aquello que más deseaba,
y por eso nadie sabía si era un hombre, un dios, o una mentira.
Dicen que caminó durante siete días sobre las dunas ardientes,
y que donde pisaba, la arena se convertía en cristal.
Dicen que habló,
y el viento lo obedeció.
Con su voz formó los primeros oasis,
con su aliento detuvo las tormentas,
y con sus manos modeló el polvo hasta hacerlo ciudad.
Así nació Namhara,
la urbe que no fue construida por hombres,
sino por la voluntad del desierto mismo.
A su alrededor llegaron los clanes nómadas,
los hijos del sol y del hambre,
cansados de vagar entre espejismos.
Lo vieron y lo llamaron Rey,
aunque él nunca reclamó corona,
ni trono, ni sangre.
Solo dijo:
“El desierto no es enemigo ni castigo.
Es memoria.
Y yo soy su guardián.”
Y así comenzó la era de la arena y del eco,
cuando Namhara se alzó como joya imposible en medio del vacío.
Bajo el sol sin clemencia, el recién nacido del desierto
levantó sus manos, y las arenas obedecieron.
Las dunas se curvaron como bestias domadas,
los vientos trazaron muros de polvo y piedra,
y de ese movimiento eterno surgió la primera ciudad:
Namhara, la que respira con el viento.
Al principio, nadie creyó en él.
Los clanes del sur decían que era un demonio;
los del norte, que era un espejismo;
los del oeste, que era el hijo de una tormenta.
Pero el hambre no entiende de supersticiones.
Los pozos que él tocaba brotaban agua;
las caravanas que lo seguían hallaban sombra;
y en su presencia, los vientos callaban.
Así, uno por uno, los pueblos sin bandera comenzaron a llegar.
Los Kehar, hijos de la arena roja, trajeron su danza de fuego.
Los Mahrû, caminantes del polvo, ofrecieron su música.
Los Tashir, guardianes de las estrellas, levantaron los templos.
Cada clan entregó algo de sí,
y el Rey, nacido de la arena, les dio un nombre común:
Namhara.
“No más tribus errantes, no más guerras de agua ni viento.
Somos hijos del mismo sol,
y nuestras sombras se mezclan en la misma arena.”
Así habló el Rey sin sombra,
y los hombres y mujeres del desierto se arrodillaron,
no por temor,
sino porque, por primera vez,
alguien les prometía pertenecer a algo más grande que ellos mismos.
Las tiendas se transformaron en torres de piedra,
las hogueras en columnas de fuego eterno,
y las canciones en leyes.
En cada casa se alzaba un símbolo distinto,
pero todas las voces pronunciaban un mismo nombre.
Namhara,
la ciudad nacida del silencio,
donde el viento por fin encontró un lugar para descansar.
Pero todo nacimiento arrastra una sombra,
y hasta la arena, por pura que parezca,
oculta los restos de aquello que quiso olvidar…
Dicen que cuando la ciudad de Namhara estuvo completa,
el Rey comenzó a oír voces entre los muros.
No eran los hombres ni los vientos.
Era la arena misma,
susurrándole secretos que ningún ser debía conocer.
Le hablaban de reinos enterrados,
de dioses que durmieron bajo las dunas,
de nombres prohibidos que podían despertar tormentas.
Al principio calló,
temeroso de que el eco de su propia voz desatara otra era de fuego.
Pero el poder… el poder tiene hambre.
Y el Rey, que había nacido de la arena,
comenzó a creer que podía dominarla.
Se dice que subió solo a las torres más altas,
y allí extendió sus manos hacia el horizonte,
llamando a los vientos por su verdadero nombre.
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Editado: 13.10.2025