Hay un silencio en Namhara que no pertenece al mundo.
No es el silencio del calor ni del miedo,
 sino uno más profundo, como si la tierra contuviera el aliento.
Dicen los nómadas que, en esas horas,
 cuando el sol cae y las dunas respiran como criaturas dormidas,
 el espíritu del desierto despierta.
No tiene forma fija:
 a veces es un espejismo con ojos,
 otras, una sombra que se mueve sin dueño.
Algunos lo llaman N’halar,
 “el que camina detrás del viento”.
Yo lo vi una vez.
No con mis ojos, sino con el temblor del alma.
Una noche sin luna, cuando mi fuego se apagó sin causa,
 el aire se volvió espeso,
 y la arena empezó a cantar con voces que no eran del presente.
Entonces supe que no estaba solo.
Su canto no era maligno…
 pero tampoco humano.
Era una melodía antigua,
 tan hermosa que dolía escucharla,
 tan triste que el corazón se encogía intentando recordarla.
Y comprendí por qué los viajeros se pierden.
 No los devora la tormenta.
 No los mata la sed.
Los llama la canción.
Una promesa que el desierto susurra al oído:
 “Ven, descansa, yo también tengo memoria…”
Y así caminan, hipnotizados,
 siguiendo la voz que parece venir de todas partes,
 hasta que la arena los abraza como a hijos extraviados.
Nadie los encuentra.
 Solo quedan sus huellas, borradas por el viento.
Algunos dicen que aún caminan allí,
 bajo las dunas,
 atrapados en un sueño del que el mundo ya despertó.
No todos los que lo encuentran perecen, viajero.
Hay quienes regresan,
 con la mirada vacía y los labios llenos de arena,
 jurando que el espíritu del desierto los condujo de vuelta.
Pero nada en Namhara se da sin precio.
Cuando el espíritu guía, también exige.
No con palabras, sino con la certeza que se siente en el alma:
 el caminante debe ofrecer algo antes de volver a ver el amanecer.
Algunos entregan sus recuerdos,
 los más hermosos, los que daban sentido al regreso.
Y así, vuelven al mundo sin saber por qué viajaban,
 ni a quién amaban,
 ni qué nombre los esperaba en casa.
Caminan vivos, pero vacíos,
 como cántaros que aún resuenan, aunque ya no tengan agua.
Otros no pueden desprenderse del pasado,
 y el espíritu toma otra forma.
Les pide lágrimas verdaderas,
 no de miedo ni de culpa,
 sino de dolor puro,
 ese que nace cuando el corazón se quiebra sin remedio.
Las lágrimas caen sobre la arena,
 y esta las bebe con avidez,
 fortaleciéndose, creciendo, expandiendo sus dominios.
Pero hay quienes, agotados,
 que ya no tienen recuerdos que dar
 ni lágrimas que ofrecer,
 hallan su redención en el último pago:
El suspiro final.
El espíritu se inclina, los acuna como una madre cansada,
 y cuando el aliento se apaga,
 la tormenta se detiene.
En ese instante, el caminante se convierte en parte del desierto:
 su voz se une al coro invisible
 que guía a los que aún respiran.
Así, el desierto crece.
 No con arena, sino con almas.
Y cada tempestad que nace sobre Namhara
 lleva en su centro una canción,
 un lamento,
 o tal vez… una promesa no cumplida.
Pero los más viejos,
 aquellos que escuchan el silencio entre los vientos,
 dicen que el espíritu del desierto tuvo un nombre alguna vez.
Que antes de ser voz y sombra,
 fue una joven de carne y de llanto,
 una hija de los clanes del amanecer.
Cuentan que era distinta,
 que hablaba con el viento y comprendía su idioma.
Que las dunas se movían cuando ella lloraba,
 y que las tormentas la seguían como perros fieles.
Pero los hombres temen lo que no entienden.
Dijeron que estaba loca,
 que su alma había sido tocada por el eco del antiguo Rey sin sombra.
Algunos juran que amaba a un hombre que jamás existió,
 otros, que buscaba algo que el mundo no podía darle:
 una razón para seguir respirando.
Una noche, sin decir palabra,
 caminó hacia el corazón del desierto,
 siguiendo una estrella que nadie más veía.
Caminó durante días y noches,
 hasta que el agua la abandonó,
 y su cuerpo cayó sobre la arena,
 cansado de buscar respuestas que no tenía.
Dicen que el desierto la miró… y tuvo compasión.
Por primera vez desde el origen,
 la arena lloró.
Sus lágrimas cubrieron a la joven,
 envolviéndola en un manto de polvo y fuego,
 y en ese instante, su alma se dividió:
 una mitad ascendió,
 la otra se quedó.
Cuando abrió los ojos, ya no era humana.
Su voz era el susurro de todas las tormentas,
 su piel, la línea del horizonte,
 y su mirada, un reflejo de todo lo que los hombres pierden cuando caminan sin fe.
El desierto le habló:
Y así nació N’halar,
 el espíritu de la arena,
 la guardiana de los perdidos,
 la maldición piadosa de Namhara.
Desde entonces, cada vez que una tormenta canta sin razón,
 dicen que es ella,
 vagando entre los vientos,
 buscando aún su propia respuesta…
Aquella que ni los dioses se atrevieron a darle.
Cuentan que, en tiempos donde las estrellas se ocultaban del miedo,
 dos viajeros cruzaron el desierto de Namhara.
El primero era un hombre joven,
 con un rostro que aún creía en los finales felices.
#179 en Paranormal 
#66 en Mística
#1156 en Fantasía 
mitos y leyendas, cuentosbreves, narrador en tercera persona
Editado: 03.11.2025