En Namhara, no hay templos más antiguos que las huellas,
 ni oraciones más sinceras que el sonido de las monedas.
Dicen que el desierto tiene muchos amos,
 pero ninguno tan osado como los mercaderes nómadas,
 los hijos del camino,
 los que juran que la arena puede comprarse si se sabe su precio.
Yo los he visto, viajero,
 cruzar las dunas con sus camellos cargados de espejos,
 perfumes imposibles y palabras que huelen a mentira.
No comercian solo con oro o especias.
No.
Ellos trafican con cosas que no deberían venderse:
 sueños, promesas, fragmentos de fe.
En las noches sin luna levantan sus tiendas de seda roja,
 donde el vino se sirve en copas de arena fundida
 y los tratos se cierran con una sonrisa y una maldición.
Algunos aseguran que fueron los primeros hombres libres de Namhara,
 que el Rey sin sombra les permitió vagar eternamente
 a cambio de llevar sus historias más allá de las fronteras del desierto.
Otros dicen que cargan con una deuda más antigua:
 que en sus caravanas viaja una maldición,
 un secreto que nadie nombra, pero todos temen.
Sea como sea,
 donde ellos llegan, el viento cambia de dirección,
 y las monedas suenan con un eco que no es del mundo.
Yo viajé una vez con ellos,
 y aprendí que el comercio del desierto no se hace con las manos…
 sino con el alma.
Porque en Namhara, cada venta tiene un precio,
 y cada precio es una historia.
Los mercaderes nómadas no tienen patria,
 pero el desierto los llama hijos suyos.
Su linaje no se mide por sangre, sino por huellas.
Cada paso sobre la arena es una palabra de su historia,
 cada tormenta, un bautismo.
Son conocidos como la Hermandad del Sol Errante,
 y aunque nadie sabe cuántos son,
 donde uno de ellos levanta su tienda,
 pronto el aire huele a mirra, y las historias comienzan a reunirse.
No siguen a un rey ni adoran a un dios.
 Su única fe es el camino,
 ese hilo invisible que une todas las cosas que cambian de lugar.
Creen que el movimiento es sagrado,
 y que detenerse demasiado tiempo es tentar al destino.
Por eso, cada mañana al romper el alba,
 antes de desmontar el campamento,
 los mercaderes entonan su salmodia secreta:
Que el sol nos vea partir y no volver,
 porque solo el polvo recuerda los pasos del que no se detiene.
No hay escritura entre ellos,
 pero sus leyes viven en la palabra hablada,
 transmitidas de anciano a aprendiz,
 de boca a fuego,
 de silencio a silencio.
Son tres las leyes no escritas de la Hermandad:
Primera: Nunca reveles el origen de lo que vendes.
Porque en Namhara, todo objeto tiene historia,
 y algunas historias aún sangran.
Segunda: No comercies con aquello que no comprendas.
Pues el desierto escucha los tratos,
 y castiga a quien da valor a lo que no respeta.
Tercera: Ninguna promesa puede romperse bajo el sol.
El sol es testigo, juez y verdugo;
 quién miente bajo su mirada,
 no verá el siguiente amanecer.
En las noches, cuando el fuego parpadea y el vino corre,
 los mercaderes cuentan historias que no están escritas en ningún libro:
 de reyes que compraron su poder,
 de espíritus que se vendieron por amor,
 de sueños que se intercambiaron como joyas en una bandeja de plata.
Algunos dicen que ellos no comercian con cosas,
 sino con destinos.
Porque si el precio es justo y el trato se sella con verdad,
 la Hermandad puede conseguir cualquier cosa:
 desde una lágrima de los cielos,
 hasta el silencio del propio desierto.
Pero su mayor secreto,
 aquel que ni los trovadores se atreven a cantar en voz alta,
 es su creencia final:
Todo lo que se da, regresa;
 todo lo que se pierde, también viaja.
 Nada muere… solo cambia de dueño.
Entre las muchas canciones de la Hermandad,
 hay una que no se canta con vino,
 ni bajo el fuego,
 sino en voz baja, cuando el viento sopla desde el este.
Es la historia de Saheir,
 el mercader de las dos lenguas,
 el que rompió la ley del sol.
Dicen que Saheir era el más astuto entre los suyos.
Vendía lluvia a los sedientos,
 espejos que mostraban rostros olvidados,
 e incluso lágrimas falsificadas a quienes querían engañar al desierto.
Pero un día, un extranjero llegó a su tienda.
Vestía como un príncipe,
 pero su mirada era la de un hombre que ya había perdido todo.
Colocó sobre la mesa una pequeña joya de obsidiana
 y dijo:
Saheir sonrió.
 Nunca había escuchado un pedido así,
 pero su ambición era más grande que su prudencia.
Rompió la primera ley de la Hermandad:
 Nunca reveles el origen de lo que vendes.
Pues la joya que ofreció no era suya,
 sino un fragmento de lágrima petrificada,
 robada de una tormenta que aún recordaba su llanto.
Hizo el trato bajo el sol,
 y al mentir sobre el precio y su verdad,
 el cielo se detuvo a escucharlo.
El viento dejó de moverse.
Las dunas no respiraron.
Entonces el sol habló; no con voz, sino con fuego:
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Editado: 03.11.2025