Dicen los ancianos que hubo una época en la que el desierto tuvo una reina,
 no de sangre ni de linaje,
 sino de voluntad.
En los días en que Namhara aún creía poder domesticar al viento,
 reinó una mujer cuyo nombre pocos se atreven a pronunciar.
La llaman la Reina de las Dunas,
 aunque su verdadero título fue mucho más largo,
 hecho de palabras que sonaban a victoria y terminaban en polvo.
No nació del desierto, sino contra él.
Hija de una familia de comerciantes del norte,
 llegó a Namhara cuando la ciudad era un espejismo de gloria,
 prometiendo orden donde solo había fe y arena.
Su voz tenía filo,
 su mirada, fuego,
 y su mente, el poder de quien nunca conoció el miedo.
Fue elegida por consejo y ambición,
 coronada en un trono de piedra negra,
 bajo un sol que ardía como un juramento.
Y así comenzó su reinado.
Mandó construir murallas donde antes solo había horizonte,
 torres que tocaran el cielo,
 y fuentes que escupieran agua robada al corazón de la tierra.
El pueblo la amó,
 porque bajo su mandato las tormentas fueron domadas,
 y las caravanas cruzaban sin miedo.
Pero el desierto callaba.
Callaba… y observaba.
Los ancianos murmuraban que la Reina había roto el equilibrio,
 que había vendido su alma a los vientos para ganar su favor,
 o, peor aún, que los había desafiado abiertamente.
Pero ella reía.
Ninguno, pensó.
Hasta el día en que el viento dejó de obedecer.
Fue en la estación del fuego,
 cuando los cielos arden hasta la noche
 y el viento se detiene a escuchar los pecados de los hombres.
La Reina subió sola a la torre más alta de Namhara,
 aquella que ella misma mandó construir “para mirar al sol sin inclinarse”.
Desde allí, observó las dunas como un ejército dormido,
 y dijo con voz que el desierto aún recuerda:
Y el viento, que hasta entonces la había servido, se enfureció.
Soplaron las arenas del norte, las del este,
 las que nunca antes se habían encontrado.
La ciudad entera tembló,
 las torres se doblaron como oraciones quebradas,
 y los hombres se cubrieron los rostros temiendo mirar.
Pero la Reina no huyó.
Abrió los brazos y gritó:
Entonces, los antiguos espíritus respondieron.
No con trueno ni fuego,
 sino con un murmullo que heló la sangre de los vivos.
Una voz; ni hombre ni mujer, habló desde la arena:
La Reina cayó de rodillas,
 pero ya era tarde.
La arena comenzó a subir por sus pies,
 suave al principio, como caricia,
 luego firme, implacable.
Los guardias corrieron a salvarla,
 pero cuando tocaron el borde de la torre,
 solo hallaron un manto de arena dorada
 que brillaba con luz propia.
Desde ese día, las dunas cercanas a la ciudad
 se alzan como olas petrificadas,
 y al caer la tarde,
 el viento forma en su cima la figura de una mujer
 de mirada altiva y sonrisa de polvo.
Los nómadas la llaman La Reina Que No Se Inclina,
y dicen que cuando una tormenta amenaza Namhara,
 su silueta se levanta entre los vientos,
no para proteger…
 sino para recordar.
Cuando el viento calló y el sol volvió a alzarse,
 los hombres descendieron de sus refugios
 y hallaron la ciudad cubierta de arena hasta los hombros.
Las torres parecían arder bajo el amanecer,
 y en la cima más alta,
 aún podía verse el resplandor del manto dorado
 donde la Reina había desaparecido.
Los ancianos se reunieron,
 y durante tres días discutieron si aquello era castigo o milagro.
Al cuarto día, un sabio de los Tashir,
 con la voz quebrada por el polvo, dijo:
Así se decretó la primera de las Prohibiciones de Namhara:
Nadie debía pronunciar su nombre al caer la tarde.
Pues decían que su espíritu aún vagaba entre las dunas,
 y que, al oír su nombre,
 el viento recordaba su furia y despertaba las tormentas dormidas.
La segunda prohibición fue aún más temida:
Ningún muro debía volver a levantarse
 más alto que el horizonte.
“Porque las torres no son faros”,
 decían los ancianos,
 “sino gritos de soberbia que el viento derriba para hacer silencio.”
Y la tercera; la más sagrada y secreta,
 fue escrita no en piedra ni pergamino,
 sino en el recuerdo de los mercaderes, los peregrinos y los trovadores:
Así, el nombre de la Reina fue borrado de las canciones,
 su rostro de las pinturas,
 su historia de los registros.
Pero el desierto, que todo devora y todo guarda,
 no olvida.
A veces, cuando las caravanas cruzan las arenas del sur,
 el viento sopla con voz femenina,
 arrastrando un eco que suena a advertencia:
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Editado: 03.11.2025