En Namhara, donde hasta los dioses se cansan de mirar el horizonte,
 hubo una vez dos almas que se atrevieron a amarse
 más allá de las fronteras del viento.
Él era Kael, hijo de un mercader errante,
 nacido entre caravanas y juramentos rotos.
Ella, Lira, hija del guardián de un oasis sagrado,
 prometida a un príncipe del norte por voluntad de los ancianos.
Se conocieron una noche de tormenta,
 cuando el viento arrastró la tienda de Kael hasta el oasis prohibido,
 y encontró refugio bajo la palmera que crecía junto al pozo de los sueños.
Dicen que ella apareció entre la lluvia de arena
 con una lámpara en la mano y el miedo en los ojos.
Pero cuando la luz tocó su rostro,
 vio en él algo que el desierto no podía ofrecer:
 ternura.
Kael rió, y el sonido fue tan puro
 que hasta el viento pareció detenerse para escucharlo.
Así comenzó su amor,
 en secreto, bajo los cielos de fuego,
 reuniéndose solo cuando las estrellas estaban lo bastante cansadas
 para fingir no verlos.
Cada noche, Lira le traía un puñado de agua del pozo,
 y Kael le regalaba historias recogidas del camino.
Ella le habló del deber.
Él le habló de libertad.
Y entre palabra y palabra,
 el desierto; que siempre observa,
 aprendió lo que era esperar sin esperanza.
Pero como toda historia nacida bajo el sol,
 su amor fue descubierto.
Los ancianos de Lira la acusaron de profanar el santuario,
 y el castigo fue sellar el oasis para siempre,
 enterrarlo bajo la arena para que nadie más pudiera beber de su agua.
Lira fue encerrada en una torre de piedra,
 y Kael condenado a vagar entre las dunas hasta morir.
Sin embargo, el desierto, que guarda lo que ama y castiga lo que olvida,
 tuvo compasión.
Cuando el joven cayó exhausto bajo el sol,
 una tormenta se levantó sin aviso
 y lo arrastró hasta la torre donde Lira lloraba.
Nadie sabe cómo,
 pero cuando el polvo se asentó,
 la torre había desaparecido.
En su lugar había un nuevo oasis,
 con dos palmeras entrelazadas,
 cuyas raíces bebían del mismo corazón de agua.
Desde entonces, los viajeros lo llaman
 “El Pozo de las Dos Estrellas.”
Dicen que, si bebes de su agua con el corazón abierto,
 soñarás con dos figuras que caminan tomadas de la mano,
 riendo bajo un cielo sin sol.
Algunos dicen que son fantasmas.
Yo, el trovador sin patria, prefiero creer
 que son los únicos que aprendieron
 a amar sin pertenecer a nadie…
 ni siquiera al desierto.
He visto ciudades desaparecer,
 tronos desmoronarse,
 nombres convertidos en polvo,
 y juramentos que el viento repite sin entender.
Pero nunca he visto al amor morir del todo.
El desierto puede devorar cuerpos,
 pero no las huellas que dejan los que se amaron con verdad.
Dicen que las dunas cambian cada noche,
 que lo que hoy es valle mañana será montaña.
Y, aun así, el Pozo de las Dos Estrellas permanece.
Quizá porque el amor, cuando es sincero,
 no busca quedarse… solo volver a encontrarse.
Y en cada tempestad,
 cuando el cielo se enciende y la arena danza,
 creo verlos; Kael y Lira,
 caminando entre los vientos,
 como si el mundo se detuviera solo para recordarlos.
Entonces el desierto parece sonreír,
 por un instante breve,
 como si comprendiera que hay fuerzas
 que ni siquiera él puede reclamar como suyas.
*Porque hay amores que no temen al olvido,
 ni a la arena,
 ni a la eternidad.
Hay amores que se convierten en oasis…
para los que aún creen en los milagros. *
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Editado: 03.11.2025