Hay un lugar del que nadie regresa,
 un nombre que los mapas olvidaron y los vientos protegen.
Dicen que bajo las dunas más antiguas de Namhara
 duerme una ciudad completa,
 intacta, silenciosa, dorada como el ocaso.
No fue destruida.
 No fue enterrada.
 Fue olvidada por elección.
La llaman El Último Oasis,
 porque allí descansan los que el desierto no quiso borrar.
Cuentan que sus calles están pavimentadas con espejos,
 donde cada viajero ve su vida antes de morir.
Que el aire huele a agua y a nostalgia,
 y las sombras no pertenecen al sol,
 sino a los recuerdos que aún sueñan con tener cuerpo.
Los mercaderes aseguran que solo los muertos que aún aman
 pueden hallar el camino hasta allí.
Que cuando una tormenta cubre el cielo por completo
 y el viento canta con voz humana,
 una puerta se abre entre las dunas,
 y una mano invisible guía a los errantes.
Algunos regresan en sueños,
 diciendo haber visto una fuente donde el agua fluye hacia arriba,
 y bajo su superficie, los rostros de todos los que alguna vez se perdieron.
Dicen que allí el tiempo no avanza,
 que el sol nunca termina de nacer,
 y que las almas reposan sin miedo,
 soñando vidas que no pudieron vivir.
Nadie lo ha confirmado,
 pero a veces, en las noches sin luna,
 el viento arrastra un murmullo que parece venir de lo profundo:
“No todos los muertos duermen, trovador…
 algunos aún recuerdan.”
He seguido el viento durante media vida,
 y siempre me ha llevado a donde no debía ir.
Una noche sin luna,
 el aire cambió su canto,
 y comprendí que me llamaba hacia el sur,
 hacia las dunas que nadie nombra.
Caminé tres días sin sombra,
 y al cuarto, el horizonte comenzó a temblar.
Allí, entre el resplandor dorado y el eco del silencio,
 vi una forma que no era ilusión:
torres sumergidas hasta la mitad,
 puertas cubiertas de polvo antiguo,
 y columnas tan perfectas que dolía mirarlas.
La ciudad… respiraba.
Cada tanto, el viento exhalaba sobre ella,
 y las arenas se movían como si latieran al compás de un corazón dormido.
Me acerqué,
 pero el aire se volvió pesado,
 tan denso que las palabras no podían salir de mi boca.
Y entonces lo escuché.
No una voz,
 sino todas las voces
 murmullos, risas, sollozos,
 recuerdos entretejidos como hilos de oro y ceniza.
Cada grano de arena parecía susurrar una historia,
 y en cada historia, un nombre que alguna vez canté.
Comprendí que había llegado al borde del Último Oasis.
Que aquel lugar no era tumba,
 sino promesa.
Vi, a lo lejos, una fuente que brillaba sin sol,
 y en su superficie, rostros que reconocí:
el Rey sin Sombra,
 N’halar, la voz del viento,
 Saheir el mercader sin nombre,
 la Reina de las Dunas,
 y las Dos Estrellas que aún se amaban bajo el polvo eterno.
Todos dormían,
 pero su sueño no era muerte:
 era memoria.
Extendí mi mano para tocar el agua…
 y el viento se alzó.
No con furia,
 sino con ternura.
Me empujó suavemente hacia atrás,
 como un padre que aparta a su hijo del fuego.
Y así comprendí que la ciudad no era para mí.
Que solo aquellos que han sido olvidados por todos
 pueden entrar sin perderse.
Me quedé allí, en el límite entre los vivos y los ecos,
 mirando cómo las torres se hundían de nuevo,
 cómo las arenas cerraban su boca dorada,
 y el mundo volvía a fingir que nunca existió.
Cuando el viento calló,
 solo quedaba mi voz.
Y supe, con certeza dolorosa,
 que los trovadores también somos cementerios:
guardianes de las canciones que nadie quiere recordar.
Cuando desperté, el amanecer nacía en otra parte del mundo.
Las dunas que había pisado durante la noche
 eran ahora montañas sin nombre,
 y la ciudad… había desaparecido.
Ni rastro de torres, ni de fuentes,
 solo arena lisa, perfecta,
 como si el tiempo hubiese pasado una mano inmensa para borrar toda memoria.
Pero bajo mis pies,
 el suelo latía.
Sentí el pulso del desierto,
 lento, inmenso,
 como un corazón que aún sueña con su pasado.
Comprendí entonces que Namhara nunca duerme,
 que su verdadero reino no está sobre la arena,
 sino dentro de ella.
Allí viven sus reyes y sus sombras,
 sus amores y sus pecados,
 sus espíritus y sus canciones,
 entrelazados en una sola respiración de polvo y eternidad.
Y mientras el viento me cubría los pies,
 supe que el desierto no necesita testigos,
 solo memoria.
Porque cada historia contada aquí,
 cada lágrima ofrecida,
 cada nombre perdido,
 es un grano más de arena en su piel infinita.
Y cuando mi voz se apagó,
 el viento la tomó,
 la deshizo,
 y la esparció sobre el horizonte.
No sé si fue despedida o bendición.
Solo sé que el desierto me llamó por mi nombre,
y por un instante… yo también soñé bajo la arena.
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Editado: 03.11.2025