Dicen los ancianos del desierto
 que el viento no solo arrastra arena…
 también arrastra nombres,
 promesas,
 y el último suspiro de los que aman demasiado.
En las noches donde el calor se confunde con los sueños,
 el desierto respira.
Y si escuchas con el alma en silencio,
 oirás su voz:
 el susurro del Simún.
Nadie sabe si es espíritu o castigo,
 si es dios o condena.
Solo se cuenta
 que nació el día en que un corazón se quebró tan fuerte,
 que su grito quedó atrapado en la arena.
Era el tiempo antes de los Yazhira,
 cuando los reinos aún no tenían nombre,
 y las promesas valían más que el oro.
Vivía entonces una princesa de ojos verdes,
 hija del sol,
 nacida entre caravanas y espejismos.
Un día llegó un extranjero del norte,
 con la lluvia en los labios
 y los bosques dormidos en la mirada.
Ella era fuego.
Él, sombra.
Y cuando se miraron,
 el desierto se detuvo a escuchar su latido.
Amaron sin permiso,
 sin corona,
 sin miedo al tiempo.
Pero el poder teme al amor que no puede mandar.
Los hombres del trono los separaron,
 llamaron traición al deseo,
 y deber al silencio.
Desesperada, la princesa alzó su voz al cielo:
“Si no puedo morir con él…
 que el viento me lleve donde el amor no acabe.”
El viento escuchó.
Y en su misericordia cruel, no la mató…
 solo le dio eternidad.
Desde entonces,
 cada palabra que pronunció se repite en la arena,
 cada lamento se hizo eco.
Así nació el Simún,
 viento errante de los corazones rotos,
 guardián de los amores que nunca terminan.
Dicen los nómadas que cuando sopla el Simún,
 no hay que hablar,
 no hay que desear,
 no hay que recordar.
Porque escucha.
Porque busca.
Y entre sus giros de polvo se oyen palabras antiguas:
“Regresa…”
“Perdóname…”
“Aún te espero…”
A veces el Simún despierta más fuerte,
 cuando dos almas se separan por orgullo o destino.
Como si el viento reconociera su historia en la de los vivos,
 y llorara por ellos,
 deseando que alguien rompa, al fin,
 el ciclo del silencio.
Yo lo he sentido, viajeros,
 rozando las murallas de Namhara,
 acariciando las dunas donde una madre llora a su hija,
 y colándose entre los muros helados de Holaguare,
 donde una niña de ojos verdes
 aprende a no sentir…
 igual que su antepasada.
El viento pasa,
 y trae su canto:
“Quizás el amor no muere…”
“…solo cambia de forma.”
Yo bajo mi voz.
El laúd calla.
Y en el último acorde del silencio,
 escucho su eco:
el Simún, que no olvida.
Sopla sobre los vivos y los muertos,
 sobre reinos y promesas,
 sobre quienes aún no saben
 que cada lágrima que cae sobre la arena…
el viento la recoge,
y la convierte en canción.
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Editado: 03.11.2025