Antes de que existieran los nombres,
cuando la tierra era un rumor sin forma
y los cielos no sabían aún cómo mirarse en los ríos,
hubo un silencio tan profundo
que hasta los dioses temieron romperlo.
De ese silencio nació Holaguare,
el bosque sin principio.
No brotó de semilla ni de raíz,
sino de un sueño.
Cuentan los ancianos que la tierra, cansada de ser pisada por sombras,
soñó con tener hijos que respiraran en su piel.
Así, una noche sin luna,
el suelo suspiró,
y de su aliento brotó el Primer Árbol,
inmenso, inmortal, con raíces que tocaban el fuego
y ramas que acariciaban la luz.
Su savia era clara como el agua que aún no existía,
y sus hojas tenían la forma de los pensamientos que vendrían.
Durante siglos durmió,
escuchando el murmullo del mundo que despertaba.
Pero un día, algo cambió:
una sombra cruzó su tronco; no humana aún
y por primera vez, el Árbol soñó.
Soñó con criaturas pequeñas, errantes, frágiles,
que caminaban sin raíces,
que lloraban, reían y construían fuego para no sentirse solos.
Soñó con ellos tanto y tan hondo
que su propio corazón comenzó a latir con forma humana.
Y cuando el sueño fue demasiado grande,
el Árbol habló:
Así nacieron los primeros seres,
hechos de savia y aliento,
mitad carne, mitad bosque.
Pero cuando el sol los miró por primera vez,
los hombres se apartaron del Árbol,
temiendo su sombra infinita.
El Árbol los llamó,
más ellos no regresaron.
Entonces su voz se hizo niebla,
y su tristeza, raíz.
Desde entonces, dicen,
Holaguare respira con memoria.
Porque cada hoja que cae
es un pensamiento que el Árbol aún guarda de aquellos hijos que se marcharon,
y cada suspiro del viento en sus ramas
es una palabra que intenta recordar sus nombres.
Cuando los hombres se alejaron,
el Árbol permaneció en silencio durante cien inviernos sin nieve.
Su sombra se extendió sobre la tierra dormida,
buscando lo que había perdido,
y de esa sombra nacieron los espíritus del bosque.
No tenían cuerpo,
pero sí memoria.
Caminaban entre los troncos como bruma con rostro,
y su canto era el eco de lo que los hombres habían olvidado decir.
El primero fue Aelvar,
nacido del suspiro del Árbol.
Era tan ligero que podía caminar sobre la niebla
y tan antiguo que conocía todos los nombres del agua.
Luego vino Nuhara,
la del cabello hecho de raíces finas,
cuya voz podía hacer florecer la tierra o marchitar un corazón.
Dicen que fue ella quien enseñó a los pájaros a recordar sus nidos,
y a las bestias, a regresar siempre a su origen.
Así fueron surgiendo los hijos de la savia:
unos habitaban la luz que se filtraba entre las hojas,
otros dormían en los ríos,
otros danzaban sobre los hongos del amanecer.
Ninguno tenía rostro humano,
pero todos lloraban como hombres.
Su llanto alimentaba al bosque,
y donde caía una lágrima, brotaba un brote nuevo.
El Árbol los amó como a sus hijos perdidos,
y ellos juraron custodiarlo.
Desde entonces, cuando la bruma desciende al amanecer
y las ramas se inclinan hacia el suelo,
los aldeanos dicen que los espíritus aún velan por el sueño del Árbol.
Pero también cuentan; en voz baja, junto al fuego,
que no todos los espíritus recuerdan quién los creó.
Algunos, olvidando su origen,
comenzaron a amar el sonido de las voces humanas…
y en su deseo de comprenderlas,
aprendieron a imitar.
Así nacieron los ecos de Holaguare:
susurros que responden cuando nadie habla,
pasos que siguen a los viajeros,
risas infantiles que se escuchan donde no hay niños.
Dicen que, si contestas a uno de esos llamados,
el bosque recordará tu voz para siempre.
No como castigo,
sino como ofrenda:
una nueva palabra que añadir a su sueño infinito.
Pasaron generaciones,
y los hombres, cansados de las tierras desnudas del sur,
buscaron refugio bajo la sombra del bosque eterno.
No conocían el lenguaje de las hojas,
ni la forma del respeto,
pero sabían que aquel lugar respiraba.
Al principio, Holaguare los miró con distancia,
los siguió con ojos invisibles,
esperando comprender si traían fe o fuego.
Y un día, cuando un niño cayó enfermo bajo un roble antiguo,
el Árbol envió un espíritu a su encuentro.
Era Nuhara, la de voz de raíz.
Tocó la frente del pequeño,
y la fiebre huyó como si temiera a la savia.
Desde entonces, los hombres supieron que el bosque podía escuchar,
y lo llamaron “Madre del Silencio”.
A cambio de su amparo,
los aldeanos ofrecieron sus promesas:
no cortarían un árbol que no hablara su nombre,
no cazarían una criatura que los mirara con ojos humanos,
y nunca pronunciarían mentira en medio del bosque,
porque las hojas recuerdan.
El Árbol aceptó,
y su voz resonó como un temblor en la tierra:
Así nació el Pacto del Verdor,
sellado con una gota de savia y una lágrima humana.
Los espíritus danzaron alrededor de los hombres,
y el viento formó un círculo que aún puede verse
cuando la niebla baja en los primeros días de lluvia.
Durante siglos hubo armonía:
el bosque alimentaba a los pueblos,
y los pueblos cantaban al bosque.
Las aldeas crecieron sin herir la tierra,
los árboles susurraban nombres a los recién nacidos,
y los ríos reflejaban rostros que no envejecían.
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Editado: 24.11.2025