Los Secretos Del Desierto: * Ecos De Los Cuatro Vientos *

HOLAGUARE: 2. El Hombre de las Hojas Negras

No toda oscuridad nace de la sombra.
Algunas crecen de la raíz del deseo.

Dicen que hace muchas generaciones,
cuando el pacto del Verdor aún era joven,
vivía en una aldea al norte del bosque un hombre llamado Darel.

Era un sanador y herborista,
amado por todos,
pues conocía los secretos de la savia y las curas de la tierra.

Sus manos olían a resina,
y su voz era calma de río.

Pero en su corazón germinaba una espina:
no quería servir al bosque,
quería dominarlo.

Soñaba con comprender la raíz de toda vida,
con arrancarle al Árbol su poder para sanar,
y ser recordado como el único hombre que venció a la naturaleza.

Durante años recogió hojas, cortezas, flores…
hasta que una noche, mientras la luna se ocultaba tras la niebla,
encontró algo que nunca debió tocar:

una rama del Árbol Primero, caída y seca,
aún impregnada de savia oscura.

Darel la llevó a su cabaña,
la molió, la mezcló con hierbas y sangre,
y bebió el brebaje buscando el don del bosque.

Al principio, lo logró:
sus manos curaban heridas imposibles,
los enfermos revivían bajo su toque,
y las flores crecían donde él pisaba.

Pero pronto, la savia que había robado empezó a reclamar su lugar.

Su piel se volvió fría,
sus venas, verdes,
y de sus hombros comenzaron a brotar hojas negras como la noche sin luna.

Darel ya no dormía.
Solo escuchaba la voz de las raíces susurrando dentro de su pecho:

  • Nada se toma sin que algo sea entregado.

Su don se volvió hambre.

Sanaba a los enfermos… robándoles los años.

Donde pasaba, la hierba se marchitaba.

Los aldeanos comenzaron a llamarlo el Hombre de las Hojas Negras,
y cuando lo veían venir, cerraban las puertas y apagaban los fuegos.

Hasta que un día, cansado de huir de su propio poder,
Darel regresó al corazón del bosque,
buscando al Árbol que había profanado.

Al principio, Darel intentó ocultar su cambio.

Cubría sus manos con vendas,
sus hombros con mantos,
y su rostro con la sombra del cansancio.

Pero el bosque no calla ante la mentira.

Cada paso que daba, el suelo se ennegrecía.
Las flores que sanaban bajo su toque al amanecer,
morían antes del ocaso.

Las raíces temblaban bajo sus pies,
reconociendo en él la savia corrompida de su propio corazón.

Darel buscó ayuda entre los hombres,
pero los ancianos lo rechazaron,
diciendo que su aliento olía a tierra vieja.

Así comenzó su peregrinar entre aldeas,
ofreciendo curas que traían muerte lenta,
y consuelo que sabía a miedo.

Los niños lloraban cuando lo veían,
los perros se escondían,
y los pájaros callaban cuando pasaba.

Las hojas negras crecían cada día más,
brotando de su espalda, de su cuello, de su pecho,
hasta que su piel quedó cubierta de sombras vegetales.

No dormía.

Decía que la tierra le hablaba desde dentro,
que oía las voces del bosque en su sangre,
que el Árbol lo llamaba por su verdadero nombre.

Pero los aldeanos solo escuchaban un murmullo hueco,
como el viento soplando en un tronco muerto.

Una noche, en un arranque de desesperación,
Darel trató de arrancarse las hojas.

Pero al hacerlo, sangró savia.

Y la savia, al caer sobre el suelo,
germinó.

Pequeños brotes negros crecieron a su alrededor,
y el aire se llenó de un olor dulce y podrido.

Entonces comprendió que ya no pertenecía a los hombres,
pero aún temía pertenecer al bosque.

Vagó hasta los límites de Holaguare,
donde el aire es más espeso y la niebla respira.

Allí, entre raíces que parecían moverse con vida propia,
cayó de rodillas y gritó al cielo que lo olvidara.

Pero el cielo, como el bosque, recuerda.

Y en la penumbra, el eco de su voz se mezcló con el murmullo de las hojas:

  • Lo que tomas del Verdor, al Verdor vuelve.

Cuando la luna se partió en dos sobre las ramas,
Darel llegó al corazón de Holaguare.

Allí donde el aire pesa como sueño,
donde las raíces se entrelazan formando caminos invisibles,
lo esperaba el Árbol Primero.

No tenía rostro,
pero su presencia bastaba para llenar el mundo de silencio.

Darel cayó de rodillas,
las hojas negras de su espalda temblando como alas muertas.

  • He venido a devolver lo que no me pertenece, — susurró —
    pero ya no sé qué es mío.

El viento se alzó entre las ramas,
y el bosque entero pareció responderle.

  • Nada en ti es tuyo, Darel, — dijo la voz del Árbol,
    ni tu cuerpo, ni tu don, ni tu dolor.
    Todo lo que tomas de la tierra
    regresa a ella,
    tarde o temprano.

Darel lloró,
y sus lágrimas eran de savia oscura.

  • Entonces, quítame esto.
    Llévate mi raíz.

El Árbol guardó silencio.

Las raíces comenzaron a moverse bajo sus rodillas,
suaves al principio,
luego firmes, envolviéndolo con lentitud.

  • No se quita lo que forma parte del ciclo, — murmuró el viento —
    Se transforma.

Y así fue.

Las raíces lo abrazaron con ternura,
fundiendo su cuerpo con la tierra.

Las hojas negras se desprendieron una a una,
cayendo sobre el suelo como ceniza húmeda,
hasta cubrirlo por completo.

Cuando el amanecer tocó el bosque,
Darel había desaparecido.

En su lugar crecía un árbol delgado y oscuro,
de hojas tan negras que parecían devorar la luz.

No daba fruto,
pero su sombra era fresca,
y los viajeros que descansaban bajo ella
soñaban con su propio arrepentimiento.




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