Dicen los aldeanos que, en el corazón más profundo de Holaguare,
donde la niebla jamás se levanta del todo
y la luz llega filtrada como un pensamiento olvidado,
existe un lago que canta.
Su agua es verde como la savia,
y su superficie refleja lo que uno desea,
no lo que uno es.
En sus orillas crecía una aldea pequeña,
de pescadores y recolectores de flores de musgo,
y allí vivía Elaris,
un joven de mirada inquieta
que creía que el amor podía desafiar al destino.
Su corazón pertenecía a Maelira,
hija de una curandera del bosque,
cuyo cabello tenía el brillo de las hojas recién nacidas
y cuya risa calmaba hasta a los espíritus del viento.
Se amaban en secreto,
porque los ancianos decían que el Lago Verde
no debía ser testigo de juramentos humanos.
Pero Elaris, enceguecido por la pureza de su amor,
quiso ofrecerle a Maelira una promesa que ningún hombre había hecho antes:
vencer el tiempo.
Una noche, bajo la luna velada por la bruma,
Elaris bajó hasta el lago y habló a sus aguas:
El lago respondió.
Una voz suave, más dulce que el agua,
se alzó desde la profundidad:
El agua tembló,
y del reflejo emergió una figura de mujer:
pálida, hermosa,
con cabellos de algas y ojos del color del amanecer en la lluvia.
Era la Dama del Lago Verde,
espíritu antiguo del deseo,
guardiana de los juramentos imposibles.
Elaris la tomó.
Al hacerlo, sintió el frío del agua recorrerle las venas,
y supo que su promesa había sido escuchada.
Cuando volvió a la aldea,
Maelira lo abrazó con lágrimas en los ojos,
pues su piel ya no era tibia,
sino fresca como la sombra del lago.
Pero en su mirada ya había algo ajeno:
un reflejo verdoso, como si el agua lo observara desde dentro.
Al principio, Maelira creyó que los rumores eran envidia.
Los aldeanos decían que Elaris hablaba solo,
que su sombra se movía con un ligero retraso,
y que cuando lo tocaba el sol,
su piel no proyectaba calor, sino reflejo.
Pero el amor, cuando es sincero,
siempre tarda más en entender la pérdida.
A veces lo veía al amanecer, junto al lago,
con la mirada fija en el agua como quien se mira desde lejos.
Pero Maelira sintió un escalofrío al oírlo,
pues su voz ya sonaba lejana,
como si viniera desde el fondo del agua.
Esa noche, soñó con el lago:
una figura femenina emergía de sus aguas,
y sus ojos eran los mismos que ahora brillaban en Elaris.
Al despertar, supo que algo los había unido
por hilos que no eran de amor, sino de destino.
Buscó entonces a los sabios del bosque,
los guardianes del Verdor,
y les habló de la promesa de Elaris.
Ellos se miraron entre sí, con el pesar de quienes ya conocen la respuesta.
Maelira corrió de regreso al lago.
Lo encontró al anochecer,
sentado en la orilla,
con los pies dentro del agua y la mirada perdida en su reflejo.
Él la miró, y en sus ojos el agua tembló.
Entonces comprendió que el amor había cruzado un límite que los dioses del bosque jamás permitieron.
Y el viento, moviendo las ramas, pareció repetir sus pensamientos:
uno con el lago... uno con el lago...
Esa noche, Maelira bajó al lago sola.
No llevaba fuego ni miedo,
solo un colgante de savia seca y un nombre que aún se atrevía a pronunciar con amor.
El bosque guardaba silencio.
Ni el viento osó moverse.
Al llegar a la orilla, el agua comenzó a agitarse,
y una neblina esmeralda cubrió la superficie.
Del centro del lago surgió una voz, dulce y triste:
La superficie del agua tembló,
y poco a poco, la figura de la Dama emergió del reflejo,
vestida de corrientes verdes, coronada de lirios.
La Dama se inclinó sobre ella,
sus ojos como dos abismos llenos de calma.
Maelira guardó silencio.
El lago rugió.
A lo lejos, Elaris apareció entre la bruma, caminando hacia ellas.
Su piel brillaba como agua,
y al moverse, su cuerpo ondulaba,
como si ya no tuviera forma.
#223 en Paranormal
#79 en Mística
#1685 en Fantasía
mitos y leyendas, cuentosbreves, narrador en tercera persona
Editado: 24.11.2025