En los años en que Holaguare aún tenía reyes,
y los tronos se alzaban entre raíces en lugar de piedra,
vivía un joven príncipe llamado Alenvar,
heredero del Bosque del Este.
Era hermoso y sabio,
pero también vanidoso,
pues creía que el bosque le debía su fidelidad
por derecho de nacimiento.
“Si soy su señor,” decía,
“debo entender sus secretos.”
Así comenzó su obsesión:
conocer el lenguaje de los animales,
mandar sobre la lluvia,
y hacer que los árboles se inclinaran cuando él pasara.
Los sabios le advirtieron:
Pero el príncipe rió.
Entonces mandó construir un jardín privado,
rodeado de muros altos y espejos de agua,
donde pretendía reunir todo lo que el bosque escondía.
Allí llevó plantas raras, aves de canto imposible,
y a las criaturas más esquivas que pudo atrapar.
Entre ellas, un zorro joven,
de pelaje color cobre y mirada astuta.
Lo encerró en una jaula de plata,
y lo llamó Consejero.
El zorro lo observó,
ladeando la cabeza con una calma demasiado humana.
El príncipe rió otra vez,
pensando que la astucia del animal era parte del juego.
El zorro bajó la cabeza,
y sus ojos brillaron como espejos bajo la luna.
Durante siete noches, el zorro habló,
y el príncipe escuchó.
En la primera, el zorro dijo:
El príncipe frunció el ceño,
incapaz de decidir si aquello era sabiduría o burla.
En la segunda noche, el zorro dijo:
En la tercera noche, el zorro calló.
El príncipe, impaciente, golpeó la jaula.
En la cuarta noche, el príncipe ofreció carne y vino,
queriendo tentar su lengua.
El zorro sonrió, mostrando los colmillos:
En la quinta noche, el zorro preguntó:
En la sexta noche, el zorro guardó silencio otra vez.
El príncipe, cansado, ordenó que no se le diera agua ni alimento,
creyendo que el hambre lo obligaría a hablar.
Pero al amanecer, el zorro seguía vivo,
y en su jaula crecían pequeñas flores blancas
que nadie había sembrado.
En la séptima noche, el zorro habló de nuevo:
El príncipe se enfadó.
El zorro inclinó la cabeza.
Y el príncipe, movido por orgullo,
abrió la puerta de plata.
Cuando el zorro desapareció entre la niebla,
el príncipe creyó haber ganado.
Los consejeros aplaudieron,
pero los sabios guardaron silencio,
pues sabían que quien copia al bosque
sin entender su ritmo,
termina siendo devorado por él.
Alenvar impuso nuevas leyes:
los árboles del reino debían ser plantados en hileras perfectas,
los animales marcados,
la lluvia canalizada,
y el viento; si pudiera, domado.
Al principio, el reino prosperó.
Los caminos eran limpios,
los campos fértiles,
y el pueblo obedecía.
Pero el silencio comenzó a pesar.
Los pájaros dejaron de cantar.
Las hojas no caían; se marchitaban en su rama,
incapaces de soltar su destino.
Nadie reía.
Nadie lloraba.
Y una noche, cuando el príncipe salió a pasear por su jardín ordenado,
oyó un sonido que le heló el corazón:
el susurro del zorro.
El viento sopló,
y de los árboles perfectamente alineados brotó un lamento,
un gemido que parecía venir de las raíces mismas.
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Editado: 24.11.2025