Dicen los sabios del norte que hubo un tiempo en que Solantre no conocía el frío.
Los ríos eran oro líquido,
las montañas se cubrían de flores,
y los hombres caminaban descalzos sobre la hierba azul de la aurora.
El sol y la luna compartían el mismo cielo,
danzando en un abrazo perfecto,
y de esa unión nació la estación eterna:
ni verano ni invierno,
sino un equilibrio luminoso.
Pero toda armonía tiene un precio,
y el universo, cansado de tanta paz,
decidió probar la fragilidad de su propia obra.
Así apareció Elyra,
hija del aire y de la aurora,
guardiana del calor del mundo.
Su corazón era una llama viva,
un fuego que no quemaba,
sino que daba vida a cuanto tocaba.
Amaba a un hombre llamado Kael,
un forjador de estrellas,
cuya tarea era encender la luz en los cielos dormidos.
Elyra lo seguía cada noche,
y juntos tejían constelaciones con su risa.
Pero Kael tenía un secreto:
cada estrella que creaba consumía parte de su alma,
y temía que algún día, al encender la última,
desaparecería con ella.
Elyra lloró,
y de sus lágrimas nacieron los primeros copos:
cristales tan puros que el aire los sostuvo sin derretirlos.
El mundo los miró caer por primera vez,
sin entender que aquel milagro blanco
era el anuncio de su fin.
Porque cuando Kael encendió la última estrella,
su cuerpo se extinguió.
Elyra, enloquecida de amor,
arrancó su propio corazón del pecho
y lo ofreció al cielo:
“Si no puedo tenerlo,
que el mundo sienta mi dolor.”
El corazón se elevó en llamas…
y el fuego se volvió hielo.
El cielo gritó,
la tierra se contrajo,
y el calor abandonó Solantre.
Desde entonces, el corazón de Elyra yace bajo las montañas,
latente pero congelado,
conservando en su cristal azul la última lágrima del amor.
Así nació el invierno eterno.
No por castigo.
Sino por memoria.
Más allá de los valles cubiertos de escarcha,
donde el viento corta como cuchillo y el cielo nunca amanece del todo,
se alza la Montaña de Elyra.
Nadie conoce su verdadero nombre.
Los mapas la dibujan con sombras,
y los viajeros la rodean en silencio,
pues hasta pronunciar su existencia
es invocar al invierno.
Se dice que dentro de su vientre de hielo
duerme el corazón que detuvo al mundo.
Cada siglo, cuando la luna se vuelve azul
y el frío alcanza hasta las raíces del alma,
el corazón late una sola vez.
Ese pulso basta para hacer temblar los glaciares,
despertar los lobos blancos,
y hacer que los ríos olviden su cauce.
Los sacerdotes de Solantre lo llaman El Latido del Recuerdo,
y aseguran que, si algún día el corazón vuelve a derretirse,
el fuego del mundo se alzará de nuevo,
pero el precio será la memoria de todo lo que fue.
Por eso la montaña está prohibida.
Nadie puede escalarla,
ni clavar sus armas en su hielo,
ni pronunciar plegarias ante sus grietas.
Sin embargo, cada tanto,
alguien lo intenta.
Buscadores de poder,
reinas desesperadas,
peregrinos sin fe.
Todos dicen lo mismo al regresar —si regresan—:
que oyeron un sonido profundo,
una música sin eco,
el susurro de un corazón que aún ama a través del tiempo.
Un canto que no pide piedad,
sino recuerdo.
“No olvides…
que el calor también puede matar.”
Así, el pueblo de Solantre aprendió a venerar la distancia,
a honrar la quietud,
a encontrar belleza en lo que no se mueve.
Porque el hielo, dicen,
no es ausencia de vida…
sino la promesa de que algo espera para volver a latir.
Entre los hombres de Solantre hubo uno que no temía al frío.
Su nombre se perdió con los siglos,
pero los ancianos lo llaman Aren de la Aurora,
porque nació bajo la única mañana en que el sol logró cruzar las montañas heladas.
Dicen que tenía el corazón demasiado cálido para el norte,
y que sus ojos reflejaban la luz del fuego,
un fuego que ningún hogar pudo contener.
Aren creció oyendo las historias del corazón dormido.
Y mientras los demás se inclinaban ante la montaña,
él alzaba la mirada,
sintiendo que algo lo llamaba desde dentro.
Los sabios respondían:
Pero Aren no aceptó el silencio por respuesta.
Una noche de luna azul,
cuando el aire brillaba con cristales flotantes
y el viento gemía como si recordara un antiguo nombre,
tomó su abrigo, su martillo y su fe,
y partió hacia la montaña.
Subió durante siete días y siete noches,
entre ventiscas que borraban sus huellas antes de que pudiera mirar atrás.
En el séptimo amanecer llegó a la caverna de cristal.
Allí lo esperaban los ecos.
No eran voces humanas,
sino murmullos del hielo,
respiraciones antiguas que parecían observarlo.
En el centro de la cueva vio una luz —
azul, profunda,
latiendo despacio,
como el pecho de una bestia dormida.
El corazón.
Aren cayó de rodillas.
Extendió la mano,
y el frío lo atravesó hasta el alma.
Dicen que el hielo no quema…
pero esa noche, el hielo ardió.
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Editado: 15.12.2025