Los Secretos Del Desierto: * Ecos De Los Cuatro Vientos *

SOLANTRE: 2. La Doncella del Hielo y el Lobo Blanco

Dicen los monjes de las Nieves Altas que no todos los espíritus nacen del castigo.

Algunos nacen del perdón que nadie se atrevió a dar.

Así comenzó la historia de Selya,
hija de los inviernos y del silencio.

Nació en una aldea perdida entre glaciares,
donde el sol no salía durante meses,
y los hombres aprendían a contar los días
por la cantidad de velas que aún ardían en los templos.

Selya era diferente.

Decían que había sido bendecida por la Montaña de Elyra,
porque su piel jamás sentía el frío
y su aliento no formaba niebla.

Su madre murió al nacer,
y los ancianos aseguraban que la niña había robado el calor de su vientre.

Creció apartada, rezando a los dioses que no respondían,
cuidando de las tumbas congeladas,
donde el hielo guardaba los cuerpos intactos,
como si la muerte también necesitara reposar.

Una noche, mientras la aurora descendía como una llama invertida,
Selya escuchó un aullido.

No era de los lobos comunes que rondaban los valles,
sino uno solitario, profundo,
tan humano que hizo temblar las lámparas del santuario.

Salió, descalza sobre la nieve,
y lo vio:

Un lobo blanco, enorme, de ojos grises como acero antiguo.

No atacó.
No huyó.

Solo la miró, y en su mirada había reconocimiento.

Durante siete noches regresó al templo,
dejando huellas que el viento nunca borraba.

Selya lo alimentó con pan y silencio.

Y cada vez que él aullaba,
el hielo del suelo se agrietaba levemente,
como si el mundo entero escuchara.

Los monjes decían que era un mal presagio,
que ningún animal debía acercarse tanto a lo sagrado.

Pero Selya, sin miedo, respondió:

  • Quizás no viene por nosotros… quizás somos nosotros quienes hemos olvidado escuchar.

Y desde entonces,
el viento comenzó a cambiar su canto.

El Lobo volvió con la luna nueva.

No rugía. No cazaba.
Solo caminaba junto a Selya,
como si cada paso midiera el latido del mundo.

Al principio ella hablaba,
contándole historias del fuego que nunca conoció,
de los veranos que vivían solo en los libros,
de las flores que se marchitaban antes de ser soñadas.

Pero pronto comprendió que el Lobo no necesitaba palabras.

Bastaba su presencia para que el aire cambiara,
para que el hielo dejara de crujir,
como si la tierra misma contuviera el aliento para escuchar.

Cuando Selya lloraba,
el Lobo lamía sus lágrimas,
y éstas se volvían copos que danzaban alrededor de ambos,
brillando como pequeñas almas liberadas del dolor.

  • ¿Eres un espíritu? — Le preguntó una noche.

El Lobo alzó la cabeza hacia las estrellas.

  • ¿O soy yo la que está soñando?

El silencio respondió.

Y en ese silencio, Selya sintió que algo dentro de ella —algo antiguo y olvidado— despertaba.

Desde entonces, el invierno la reconoció.

El viento soplaba suave cuando ella caminaba.

Los copos evitaban tocar su rostro.

Y en los días de tormenta,
el aullido del Lobo se oía entre los valles,
guiando a los viajeros perdidos hasta el abrigo del templo.

Los monjes comenzaron a llamarla La Hija del Invierno,
creyendo que los dioses habían enviado al Lobo como su guardián.

Pero Selya sabía la verdad:

que el Lobo no era guardián,
ni castigo,
ni milagro.

Era el reflejo de su propio corazón,
la parte de ella que había aprendido a amar sin poseer,
a proteger sin exigir,
a existir sin hablar.

Y bajo la aurora más fría del año,
mientras el hielo cantaba como cristal bendito,
Selya posó su mano sobre la cabeza del Lobo,
y por un instante,
ambos respiraron al mismo ritmo.

En ese instante, el invierno se detuvo.

El invierno, dicen, no tolera los milagros.

Cuando la pureza se vuelve demasiado humana,
el hielo recuerda su deber: conservar, no sentir.

Y así, los monjes comenzaron a temer.

Decían que el Lobo era una señal de desequilibrio,
que el calor del alma de Selya derretiría lo que los dioses habían sellado.

  • El hielo protege al mundo, — decían —
    pero si ella sigue amando así, volverá el fuego, y con él, la destrucción.

Selya los escuchó en silencio,
sin intentar defenderse.

El amor no necesita argumentos…
pero los hombres sí necesitan enemigos.

Una noche sin luna,
los monjes esperaron a que Selya durmiera.

Bajaron al valle con lanzas de obsidiana,
buscando al Lobo entre la nieve.

Lo hallaron al pie del templo,
mirando hacia el norte,
donde el viento olía a aurora.

No corrió.
No gruñó.

Solo inclinó la cabeza,
como si comprendiera lo inevitable.

Cuando la primera lanza tocó su pecho,
el aire cambió.

La nieve dejó de caer,
y el mundo contuvo el aliento.

Selya despertó de golpe.

Corrió fuera del templo,
y lo encontró entre el blanco y el silencio,
con la mirada aún fija en el horizonte.

Lo abrazó.

Sus lágrimas cayeron sobre su pelaje,
y cada gota que tocaba su piel se convertía en flor helada.

El Lobo la miró por última vez,
y su respiración se deshizo en copos.

  • No… — susurró Selya — no permitas que te olviden.

El viento rugió,
los glaciares se abrieron,
y una luz blanca cubrió el valle.

Cuando los monjes pudieron ver otra vez,
ni la Doncella ni el Lobo estaban allí.

En su lugar, el templo se había convertido en cristal,
transparente, inmóvil,
guardando dentro la forma de ambos:
ella, arrodillada;
él, con la cabeza apoyada en su regazo.




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