Los secretos que nos unen

Capítulo 3 | No nos llames así

3 | No nos llames así

 

Una de las cosas que más me fastidian de que Frankie esté en el taller es que papá me traiga a las seis y media al instituto. Apenas hay luces encendidas y da muy mal rollo. Suelo quedarme en la biblioteca haciendo apuntes hasta que llega alguien conocido. El primero en llegar es Aiden, siempre es el primero, y el que solía hacerme salir de la biblioteca para dejar de ser la hija de “el profesor de literatura más molón del instituto”. A nadie le importa que mi padre sea el profesor de literatura, pero me hacía gracia cuando lo hacía.

Anoche le escribí un mensaje para vernos antes de clase, aunque probablemente acabemos saltándonos cálculo. A él no le importa hacerlo, y yo llevo haciéndolo desde el inicio de la semana. Es la única asignatura que compartimos, y es la única que tenemos todos los días. Cuando ayer intenté entrar en clase, temía que Aiden se lanzara a mí con algún reproche por haber estado evitándole, igual que el lunes.

Hoy no estoy en el interior del instituto. Estoy fuera, sentada en las escaleras de la entrada a la expectativa de ver el coche de Aiden aparecer y pararse frente a mí. Tengo los auriculares puestos, aunque no están reproduciendo nada.

Sigo anclada a la soledad de las escaleras de la entrada pasados unos minutos. El aire frío da la mañana me roza mis mejillas, y envuelta en el suéter extragrande que se desliza sobre mis manos, espero pacientemente. La iluminación de las farolas del párquing apenas ilumina el espacio, y todo está tranquilo, aunque esa tranquilidad viene acompañada de una pizca de ansiedad.

Las luces parpadean a lo lejos cuando el coche de Aiden se acerca, y mi corazón, con un latido irregular, acompaña cada segundo de esta espera. A medida que se detiene frente a mí, la tensión en el aire es palpable. La expresión en su rostro es se transforma de una sonrisa cálida a una mezcla de nerviosismo y anhelo cuando subo al asiento del copiloto.

Me mantengo en silencio, observando como sus ojos se encuentran con los míos, y noto ese destello de inseguridad que atraviesa su mirada. Aiden se inclina ligeramente hacia mí, con una mezcla de disculpa y expectativa en su cara. A pesar de la tensión insoportable que hay entre nosotros, puedo ver la familiaridad y la nostalgia en su expresión, como si quisiera recuperar lo que habíamos perdido.

Siento la necesidad de romper el silencio para acallar la culpa que siento, pero las palabras se atascan en mi garganta. El tiempo se detiene mientras nos miramos, la incomodidad y la ansiedad flotan entre nosotros, tan visibles como el aire frío de la mañana.

—Hola —dice Aiden, su voz un tanto ronca y tensa. Trago saliva, buscando mis propias palabras, luchando contra la confusión que se arremolina dentro de mí.

—Hola —respondo, mi voz es apenas un susurro. Mis dedos juguetean nerviosamente con el borde de mi suéter. Sé que se siente incómodo, la tarde del sábado pesa entre nosotros como un muro invisible.

El instante se prolonga, como si el universo se hubiera detenido, esperando a que alguno de nosotros rompa el hielo, a que nos enfrentemos a nuestras respectivas verdades. Aiden no espera más y sale del aparcamiento —una buena decisión.

El silencio se instala entre nosotros y los segundos parecen pasar lentamente mientras cruzamos la ciudad, dejando atrás las calles vacías de madrugada. El sonido de las ruedas contra el pavimento y las luces de las farolas parpadeantes crean una especie de atmosfera surrealista.

El aire del anterior de interior del coche es pesado, cada giro, cada semáforo que pasa se convierte en un recordatorio de que se acabó. Aiden mira la carretera, con la mandíbula tensa y una expresión concentrada. Me apuesto lo que sea que está imaginando posibles escenarios sobre nuestra conversación.

El trayecto se vuelve un eco de nuestras emociones, y el silencio grita más fuerte que cualquier palabra que se pronuncie. La tensión y la incomodidad se arremolinan alrededor nuestro, aunque ambos sabemos que hay una conversación pendiente que por miedo no somos capaces de abordar.

A medida que el coche avanza, las calles de la ciudad de la se transforman en avenidas que finalmente ceden paso al horizonte de la costa. La visión del mar se acerca, despegando un poco la opresión en el ambiente.

El ruido del motor desciende mientras nos acercamos al destino. El aparcamiento está vacío y la playa desierta. Apenas son las siete cuando llegamos. Aiden apaga el motor, pero ninguno de los dos se apresura en salir del coche.

—Vamos a romper, ¿verdad? —pregunta de repente rompiendo el silencio. 

—¿Ha sido real en algún momento? —Le lanzo una sonrisa, tratando de aliviar la gravedad de la conversación, pero solo logro que la tensión en el coche aumente.

Salgo del coche porque siento que de un momento a otro siento que me quedo sin aire. Aiden no tarda en imitarme, y trato de guardar la compostura antes de adentrarme en la arena. Me aseguro varias veces de que camina junto a mí porque me da miedo que se dé la vuelta y se marche. Me quito las deportivas antes de entrar y mis pies tocan la arena fría debajo de ellos. 

—¿Aquí? —pregunto a medio camino hacia la orilla.

No dice nada, así que tiro mis zapatillas al suelo y me siento en la arena. Él me imita a mi lado. Me coloco y hago que él haga lo mismo para que los dos nos quedemos mirando el uno al otro.




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