Los secretos que nos unen

Capítulo 4 | Embrollo mental

4 | Embrollo mental

 

La alarma suena a las cinco, aunque en realidad la he apagado antes de que lo hiciera. He pasado la noche dando vueltas en la cama, y cada vez que cierro los ojos para intentar dormir, vuelve a aparecer sobre mí su imagen.

No es real.

Me acomodo en la cama, dándole la espalda a la puerta, porque sé que en breve mamá la abrirá para hacer que me levante y me prepare para llevarme a coger el autobús para el viaje a la nieve. Ayer se aseguró personalmente de que no me escaqueara de hacer la maleta para el fin de semana. Incluso después de salir del trabajo, hizo una parada en Dick’s Sporting Goods para comprar ropa de esquí y unas botas de montaña, como si el viaje fuese a arreglarlo todo.

A través de las paredes de mi habitación, escucho la alarma sonar en la habitación de mis padres, y unos minutos después, los pasos de mamá resuenan en el pasillo. Me aseguro de encontrar una postura creíble en la que me haya quedado dormida cuando llama a la puerta, al no obtener respuesta decide entrar. Entra en silencio y cuando llega junto a la cama enciende la lámpara de la mesita, supongo que para que la luz sea tan fuerte al despertarme. 

—Alex —me llama con voz suave —. Cariño, es hora de levantarse. —Se acerca sigilosamente y toca suavemente mi hombro para despertarme, aunque ya lo estoy.

La miro con los ojos entrecerrados, como si acabara de despertarme, y la claridad que aporta la lámpara realmente me molestara. He fingido tantas veces despertarme que ya forma parte de mí rutina. Vuelvo a hundir la cabeza en la almohada, lo que hace que mamá insista en que tengo que levantarme. 

—¿Es realmente necesario? —pregunto poniéndome boca arriba en la cama, sintiendo el latido pulsante de mi dolor de cabeza, resultado de otra noche sin dormir. 

Noto como fugazmente la duda se pasea por su rostro antes de fruncir los labios. Sé que hace un tiempo la psicóloga le dijo que dejarme mi espacio no significaba dejar que me aislara, pero para ella cualquier tipo de espacio que parezca pedir, o tomarme, es una señal de aislamiento. Supongo que eso se le pasa por la cabeza cuando se levanta y en un tono menos suave y cariñoso que antes me dice que me esperan abajo para desayunar. 

Estaba claro. Para Alice darme espacio, y pasar el fin de semana en casa mientras mis compañeros de instituto están en mitad de la montaña, es sinónimo de aislamiento. 

Salgo de la cama sin demasiadas ganas, sobre todo cuando en mi cabeza late con una punzada persistente que no parece tener fin. Cierro los ojos con fuerza, pero la presión detrás de mis párpados solo parece intensificarse. Arrastro los pies hasta el baño que hay en mi habitación. Cierro la puerta y apoyo la espalda contra ella antes de abrir la llave del agua de la ducha. 

Mientras el agua caliente cae sobre mi cuerpo, cierro los ojos y trato de dejar que el vapor y el sonido de la ducha alivien mi mente. Pero incluso allí, en la soledad del baño, su imagen persiste, acechándome como una sombra indomable. «No es real», me repito y otra vez.

Después de unos minutos, salgo de la ducha y me envuelvo en una toalla. Me enfrento al espejo, observando mi reflejo con ojos cansados. Mi rostro muestra las marcas de noches sin dormir y una expresión de desesperanza se ha instalado en mis ojos. Me dirijo a mi armario en busca de algo cómodo para vestir. 

Todas las prendas de mi armario son parecidas y holgadas. Hace tiempo decidí que una buena forma de protegerme era evitar que alguien pudiese fijarse en mí, sigo sin sentirme segura, pero supongo que funciona.

Después de rebuscar en el armario y considerar diversas opciones, decido sacar del armario unos pantalones anchos tipo cargo de color negros y una sudadera con el logo de la universidad de Stanford con tonos grises. La sudadera era de papá, por lo que es lo suficiente grande como para ocultar mi silueta, y los pantalones me dan la comodidad que necesito.

Vuelvo al baño para cepillarme el pelo, pero al ver el reflejo del espejo veo que mi aspecto no ha mejorado en las últimas horas, de hecho, ha empeorado, por lo que decido hacer algo por mejorarlo, al menos un poco.  Saco de un cajón el neceser en el que guardo los pocos productos de maquillaje que conservo. Me aplico un poco de corrector debajo de mis ojos para disimular las ojeras, tampoco quiero que sea evidente. 

Una vez termino, me miro en el espejo nuevamente y me siento algo más presentable. Sé que el maquillaje no puede ocultar completamente cómo me siento, pero al menos me da un poco más de confianza para salir de mi habitación.

Bajo las escaleras hacia la cocina, dónde me encuentro a mis padres preparando el desayuno. Intento sonreírles, pero sé que mi falsa alegría no engaña a nadie. 

—¿Puedo tomarme una aspirina? —pregunto al notar que mi dolor de cabeza aún persiste.

En cuanto lo pregunto, me siento totalmente arrepentida de haberlo hecho. Un silencio incómodo inunda la cocina, y dejan de hacer lo que sea que estén haciendo para mirarme como si acabara de salir una segunda cabeza. Es papá quien rompe el silencio:

—¿No te encuentras bien, florecilla? —pregunta con la voz suave y tranquila que le caracteriza, a lo que yo simplemente niego. Papá se mueve bajo la atenta mirada de mi madre hacia el armario de las medicinas, que lleva cerrado con llave desde el incidente. 




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