Los secretos que nos unen

Capítulo 6 | Ángel en la nieve

6 | Ángel en la nieve

 

En la hora del desayuno, Reagan aún no había dado señales de vida. Me imagino que está bien, es ese tipo de chicas que sabe cuidar de sí mismas, pero en el fondo esperaba que en su emoción e insistencia para que me lo pasará bien venía implícita su compañía.

Sí, puede que Tyler me haya dignado con su presencia durante el desayuno, pero es Tyler. Siempre se despierta con un humor de perros y, aunque está, es mejor no hablarle. Nuestra conversación se limitó a un «buenos días», y un resoplido al levantarse de la silla cuando se fue, el resto del tiempo que le duró el café en la taza estuvo en silencio mientras mojaba en él un croissant reseco del buffet del hotel.

Admito que me siento un poco sola: Tyler está pegado a Bri, y Reagan ni siquiera sé dónde está. Supongo que por eso, en vez de subir a la habitación y pasar el tiempo hasta la hora de la comida encerrada, me instalo en el sofá después de ir a por el portátil, solo por si Beau apareciese. Y no, mi opinión sobre Beau no ha cambiado, pero al menos no estoy sola y ayer me reí bastante con él.

—Te estaba buscando. —Me sorprende que ese tono tan paternal suene de Russell, y dudo seriamente que me esté hablando a mí hasta que se acerca y se sienta en la mesa de café —. ¿Cómo te encuentras?

—No necesito ninguna aspirina —digo teniendo claro porque me ha preguntado.

—Esa no era la pregunta. —Y justo con esas cuatro palabras aparece su tono habitual, Bob Russell en todo su esplendor. 

—Estoy mejor.

Asiente una sola vez antes de mirar el ascenso justo cuando advierte de que van a abrirse las puertas. Mueve su dedo índice como si fuera un garfio y medio cojeando aparece Beau. No voy a negar que me alegro de verle.

—Copperfield —le llama antes de levantarse y ponerle una mano sobre su hombro —, he convencido a Harrison para que te haga compañía. —Me giro y veo a Beau que asiente sin saber muy bien qué más hacer. Le dedico una pequeña sonrisa antes de volver la vista al portátil.  —Tú  —dice poniendo su mano sobre mi cabeza, cosa que hace que me sobresalte y me gire a mirar a Russell en seguida —, si necesitas alguna cosa búscame. —Asiento únicamente para que aparte su mano de mi cabeza. Da unos pasos antes de mandar a Beau a que se siente y luego da la vuelta —. Cuando os canséis de estar acaramelados en el sofá podéis salir a tomar un poco el aire, siempre con cuidado —le advierte a Beau y yo prefiero hacer que no he oído nada. 

Russell es un hombre de mediana edad, entrando en los cincuenta años y con bastantes canas en la barba perfectamente recortada. Corre el rumor de que su mujer y su hija lo abandonaron y por eso siempre está de mal humor, pero lo cierto es que su mujer es bastante simpática, y creo que se complementan bastante. Además, hace un pastel de carne para chuparse los dedos.

—¿Te obliga a quedarte aquí? —pregunta al sentarse a mi lado.

—Ya estaba aquí.

El silencio se instala a nuestro alrededor y por un momento me pregunto si todas nuestras conversaciones tendrán una pizca de tensión e incomodidad al inicio. 

—¿Has oído que hubo una fiesta? —pregunto tratando de llenar el silencio. Asiente. —¿Fuiste?

—Qué va —dice haciendo una mueca que tapa con una sonrisa. —. Preferí quedarme en la habitación con mi compañero de cuarto. —Parece recordar algo de su noche cuando suelta una risita: —Jimmy me contó que Clark rodó colina abajo cuando fanfarroneaba sobre su experiencia con los esquís.

—Es gilipollas —contesto. 

—Siempre lo ha sido —dice mirándose la férula con un gesto con la cabeza —, y no creo que vaya a mejorar.

Es él quien me propone ver Friends y nos pasamos hasta medio día apalancados en el sofá viendo capítulos en mi portátil. La risa compartida y los comentarios que compartimos hacen que el tiempo pase volando.

No es hasta que Ross “¡gira!”, mientras intentan subir un sofá por las escaleras, que mi estómago decide hacer su propia declaración de hambre con un rugido audible. Nos miramos y soltamos una carcajada compartida ante la sincronización perfecta entre mi apetito y la escena hilarante de la trama de la pantalla.

—¿Comemos algo? —pregunta por encima de las voces de la pantalla.

—Aún falta un rato para que abran el comedor.

—Paso de esa comida, Harrison —dice negando—. He probado desayuno, comida y cena, y…

—Es repulsiva —concluyo, y él asiente antes de asentir. Señala levemente las máquinas expendedoras que hay al otro lado de la sala.

—¿Qué tal unos sandwiches?

No puedo evitar reírme ante su pregunta, pero aun así me acerco hasta allí para sacar un par de sandwiches de la máquina expendedora. A través del cristal miro las opciones en la maquia, los sandwiches envasados dispuestos como soldados en sus filas refrigeradas. La luz tenue resalta los envases de plástico, revelando una variedad de opciones.

Las imágenes de los envases no tienen nada que ver con lo que se deja ver a través del plástico. Las imágenes de las etiquetas muestran capas ordenadas de verdura fresca y lonchas apetitosas, pero la realidad es que están destartaladas dentro del envase.




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