El cielo sobre Karystos se quebraba en líneas doradas, como si la atmósfera estuviera a punto de romperse. Los satélites orbitales captaban la anomalía desde hacía días. Los gobiernos discutían, las alertas rojas se encendían. Pero él ya lo sabía. Lo había sentido en los huesos.
Orien Voss bajó de la montaña envuelto en silencio.
Vestía una capa oscura, desgastada, y sus botas se hundían en la tierra húmeda con cada paso. Había vivido allí, en esa cabaña solitaria, desde que Meridian cayó. Desde que su poder —inestable, inmenso, absurdo— había desatado una tormenta que borró a miles. Desde que decidió desaparecer para no hacerlo de nuevo.
—Pensé que no volvería a ver tu cara, Voss —gruñó el hombre armado, apuntándolo desde la carretera.
Orien alzó la mirada, sin detenerse.
—Y yo pensé que sabrías que apuntarme no sirve de nada.
El arma tembló. El soldado tragó saliva. En ese instante, una onda gravitacional se disparó desde los pies de Orien, desarmando al hombre y empujándolo dos metros hacia atrás. Sin violencia. Solo advertencia.
Un vehículo blindado esperaba al final del camino. La puerta se abrió. De ella descendió la directora del Centro Global de Defensa.
—Aetherion —dijo, sin saludar. Solo con urgencia—. Él ha vuelto.
Orien no dijo nada. Se limitó a cerrar los ojos. Ya lo sabía.
—¿Kharon?
Ella asintió.
—Destruyó Meridian hace cuatro horas. No quedó nada. Ni siquiera cadáveres.
El trueno sonó otra vez. Pero esta vez, no venía del cielo.
—Dile al mundo —murmuró Orien, mientras sus ojos brillaban con energía cósmica— que Aetherion ha vuelto.