En lo alto del cielo, la ciudad de Meridian parpadeó por última vez.
Satélites orbitales mostraban una transmisión sin sonido: edificios vibrando, grietas dimensionales formando cicatrices luminosas en el suelo. En el centro de todo, una figura envuelta en oscuridad, erguida, inmóvil, como si el mundo colapsara a sus pies por voluntad suya.
Kharon no gritaba. No rugía. Solo era. Y eso bastaba para destruir.
En el Centro de Comando Global, la sala estaba sumida en un silencio irreal.
—¿Tenemos… sobrevivientes? —preguntó alguien.
La directora negó con la cabeza.
—Nada. Ni señales de vida. Ni cuerpos. Como si el tiempo mismo se hubiera detenido y devorado la ciudad.
Juno Imani observaba los datos en su pantalla personal, con los ojos muy abiertos y la mandíbula tensa.
—Esto no es energía —dijo, murmurando para sí—. Esto es anulación. Desfase temporal. Como si hubiera... borrado la frecuencia de existencia de Meridian.
Kael Draven, en una esquina, se cruzó de brazos. El ex-agente no pestañeaba. Solo miraba el holograma que mostraba los últimos diez segundos de Meridian. Un parpadeo. Una sombra. Un latido.
Y luego, el silencio.
—Estamos tarde —gruñó Kael—. Este ya no es el inicio. Es el medio del fin.
Juno asintió, tocando su implante ocular. Analizaba cada variable, cada curva de energía.
—El nombre es correcto —dijo finalmente—. Kharon no viene a conquistar. Viene a llevarse todo. Lo que ya no sirve. Lo que el universo olvidó. Lo que está roto.
Un reloj sobre la pared se detuvo.
Afuera, el cielo cambió de color. Y el mundo supo, sin palabras, que algo viejo y terrible había despertado.