Los días siguientes estuvieron marcados por el frío.
No el de Lyra.
El de su distancia.
Desde que el artefacto llegó, Orien se sumergió en su conexión con Kharon. Entrenaba solo. Estudiaba las marcas en su piel. A veces, hablaba en lenguas que no eran humanas.
Lyra lo observaba desde lejos, con miedo contenido.
Hasta que no lo soportó más.
Lo encontró meditando en el hangar de la base, rodeado de luces que flotaban alrededor de su cuerpo como satélites.
—¿Eso haces ahora? ¿Te conviertes en dios sin decir nada?
Orien abrió los ojos, brillaban como estrellas muertas.
—Estoy haciendo lo que tengo que hacer. Lo que nadie más puede.
—¿Y si eso te destruye? ¿Si no puedes volver?
—¿Prefieres eso, Lyra? ¿Que no lo intente?
Ella se acercó, helada, afilada.
—Prefiero perder la guerra a perderte a ti. Pero tú ya estás entregándote. Como si quisieras… desaparecer.
Orien se puso de pie. Su voz subió, quebrada:
—¡No entiendes! Esta marca en mí, este poder… no es una opción. Es una sentencia. Yo soy el vínculo. Soy la grieta.
—¡Mentira! —gritó ella—. Eres Orien. El que tocaba el piano sin saber leer música. El que me sacó del hielo. Mi Orien.
—¿Y tú? ¿Qué haces? Te escondes tras tu control. ¿Cuándo fue la última vez que lloraste? ¿Que admitiste que tienes miedo?
El silencio dolió más que los gritos.
Orien dio un paso atrás.
—No quiero que estés aquí cuando suceda. Si fallo… no quiero verte morir conmigo.
Lyra lo miró con una mezcla de furia y tristeza.
—Entonces quédate con tu destino. Yo no vine a salvar al mundo. Vine a salvarte a ti.
Y se fue.
La puerta se cerró con un susurro helado.
Orien se quedó solo en la penumbra.
Y por primera vez desde que empezó todo… lloró.