Primero, fue el temblor.
Luego, el silencio.
Después, el cielo… se rompió.
Sobre las principales ciudades del mundo —Nueva York, Delhi, São Paulo, Ciudad del Cabo, Moscú— se abrieron grietas como heridas dimensionales. De ellas, surgieron estructuras flotantes, imposibles, retorcidas, con geometrías que parecían burlarse de la física.
Y en el centro de todo…
Kharon.
Majestuoso. Deforme. Imposible.
Su cuerpo estaba formado por fragmentos de antiguas civilizaciones. Torres, armas, esqueletos de planetas enteros incrustados en su ser. Sus ojos —o lo que quedaba de ellos— miraban en todas direcciones.
No gritaba. No hablaba.
Sufría.
Y en su dolor, el universo lloraba con él.
Desde la base, Pulse y Juno intentaban calibrar el artefacto. Solo funcionaría si Orien lograba contener la energía de Kharon durante el canal de transferencia.
Pero Orien no estaba listo.
No sin Lyra.
Aún así, salió.
Lo vieron elevarse al cielo como una estrella despegando, el cuerpo brillando con plasma, los ojos encendidos.
—No puedo esperar más —murmuró—. Si no lo enfrento ahora, no quedará mundo que proteger.
Kael quiso detenerlo, pero Ronan lo sujetó.
—Déjalo ir. Tiene que hacerlo.
Orien ascendió a la estratósfera. Frente a él, Kharon giraba lentamente.
Y entonces, el dios habló:
—Has regresado, hijo del abismo.
—No soy tu hijo.
—Lo eres. Y cuando me destruyas… serás yo.
El primer golpe fue tan potente que partió una cadena montañosa en Siberia.
El cielo se convirtió en campo de batalla.