Boston, las 8:00 de la mañana.
—Bien Adam, como hemos visto que con nuestra ayuda no podemos ayudarte, te hemos traído a otra persona.
—Otro imbécil que me explique cómo es la maldita vida y que me cuente por qué estoy aquí?—dice secamente.
—No exactamente, sino a una persona que te comprenda.
—¿Sabe qué? No me importa su ayuda y tampoco la pena que sienten por mí, yo me largo.
El chico se levanta del sillón de cuero y se dirige hacia la puerta. Al abrirla, se encuentra frente a frente con una mujer de mediana edad, de unos cuarenta años y con la cara pálida de no haber dormido en toda la noche.
—Hola, Adam—dice la mujer mientras pasa y el hombre sale—Me han contado muchas cosas sobre ti y dicen que eres difícil de tratar y que estás aquí por alguna razón.
Llega un momento de silencio en que la mujer toma asiento y observa a Adam desde arriba hacia abajo.
—Bien, soy tu nueva psicóloga Angeline Slowsky y te ayudaré en lo que haga falta.
—Si, desde hace tres años me lo dicen y nadie ha sabido hacer nada en todos estos malditos años que vengo aquí cada mañana.
—Eso es mucho tiempo—el chico la mira en silencio—Vale, comencemos con una pregunta sencilla para conocernos. ¿Cuántas veces has llorado Adam?
El silencio se apodera de la habitación.
—¿Qué? ¿Usted viene aquí a ayudar a las personas o a preguntar cosas absurdas e insignificantes? ¿Además, eso importa?—dice al cabo de unos minutos.
—No, tienes razón, no importa. Pero los años, días, noches, semanas y meses en los que la gente desperdicia una lágrima en una persona que ni siquiera se preocupa por él o ella sí importa. Habrían llorado bajo la lluvia en días grises. Se habrían preguntado a sí mismos qué es lo que habían hecho mal y habrían llorado con una canción triste y se habrían quedado profundamente dormidos con esos sentimientos.
Pero en cambio, hay personas que ni siquiera lo han intentado solucionar y lo han dejado todo atrás para olvidarlo, para así no sufrir más. Y esas personas son como tu Adam, sin rumbo a la vida.
—Mire señora Angeline o como se llame usted, yo estoy bien tal y como estoy ahora, no necesito la ayuda de una psicóloga que se forra de dinero con solo decir unas palabras a unos críos que vienen aquí cada día.
—Bien Adam, te entiendo, pero tienes que saber como estás ahora porque te perjudica y te perjudica en el futuro—lo dice mientras agarra un bolígrafo y un papel para escribir.
—Ya lo he dicho antes y lo vuelvo a repetir, estoy bien tal y como estoy.
—Toma—suelta sin hacer caso a sus palabras.
—¿Qué es esto?
—Es una frase para que lo leas. Esto te ayudará.
—Genial, y después que vendrá?—dicho eso, el chico sale de la habitación cerrando la puerta detrás de él con un suave ruido que al parecer, suena más en el interior de la psicóloga que en la habitación.
La psicologa Angeline Slowsky se queda en la oficina pensativa. Había tenido a otros chicos pero no como Adam.
Sus horas con ellos cada día había dado sus resultados decentemente y siempre hablaba con ellos de una manera distinta a los demás. Había tenido a un chico llamado Khris, un chico alemán de diecisiete años que sufría bullying en el instituto y sus padres lo habían traído por primera vez al psicólogo. Él parecía asustado, temeroso y muy sensible a la vez.
Angeline lo tuvo durante un año. Cada vez que el chico venía, siempre estaba callado y no hablaba hasta que ella misma le pudo sacar solo una sonrisa.
Pasaron los días y siempre a las cinco por la tarde, venía con moratones y con lágrimas en los ojos sin decir nada.
Y así eran casi todos los días y pasaban hasta en diciembre de 2011, cuando la nieve había llegado más pronto a la ciudad. Su teléfono estaba sonando y ella lo cogió inmediatamente. Al escuchar la voz del chico, se puso a llorar, no por tristeza, sino por alegría al saber que logró pasar por todos esos momentos difíciles y saber que ahora todo había cambiado.
Siempre había conseguido ayudar a los adolescentes y llevarlos más adelante, pero, podría ayudar a Adam?
—¿Señora Slowsky? ¿Está usted bien? ¿Señora?—suena una voz gruesa detrás de ella.
—Si—dice volviendo a la normalidad.
—¿Por qué ha llamado?
—Querría que me trajera los documentos de Adam. Y sobre todo el papel con los procedimientos que ha hecho desde que lleva aquí.
—Aquí los tiene.
—Bien, gracias. ¿Me puede contar algo sobre el chico si lo sabe?
—Si, claro. Adam lleva aquí desde los quince años, vino por primera vez con su padre, quien lo tiene en custodia.
—¿Y su madre?
—Su madre lo dejó hace dos años y se fue.
—¿Sabe por qué Adam vino aquí y por qué?
—Según me ha contado su padre, el chico comenzó a cambiar de repente y desde entonces ya no ha sido el mismo.
—A qué se refiere que ya no es como antes?—dice con ansias por saber más.
—Él antes era una persona cariñosa, alegre y humilde. Pero cuando llegó aquí, no parecía esa persona. Cuando uno de los psicólogos le hablaba o intentaba saber algo sobre él, siempre se iba o se quedaba y hablaba en un modo indiferente como si nada le importara. Además de eso, le preguntamos a su padre si tenía problemas en el instituto, pero nos dijo que no, que todo estaba en orden y que no había oído nada de violencia o que se pudiera meter en problemas.
—¿Entonces, cambió así de repente sin ninguna razón?
—Exacto. A veces los otros psicólogos que tuvo, pensaron que sería mejor llevarlo a un hospital psiquiátrico. Y si esto sigue así, estaremos obligados a llevarlo por las fuerzas.
—Señor Stanford, con el debido respeto, debo decir que no pueden llevar a ese chico a un hospital psiquiátrico sin saber si tiene algún problema mental. Además, hay otras personas que vienen aquí y son exactamente como él o peor.