Los sueños de Casandra

III El llanto de las sirenas

Corría por lo que parecía ser una pradera. Pese a la prisa, era posible sentir el roce del pasto en sus pies descalzos. Sabía perfectamente a dónde llegaría y por más que le resultara aterrador, era imposible devolverse. Hasta ahora, jamás lo había logrado.

Y allí estaba nuevamente, frente a la imponente fuente. Medía varios metros de largo por casi tres de alto, sin contar las columnas de agua, que se alzaban desde su centro y que caían en una fina llovizna. Cuando estaba lo suficientemente cerca, algunas gotitas le saltaban encima, refrescándola si era verano; congelándola si era invierno.

Lo más llamativo no era el espectáculo del agua en movimiento, sino las sirenas. Mujeres mitad pez como las de los cuentos, que parecían descansar contemplando el mundo de los humanos, dejándose ver en completa calma y con tanto realismo, aunque ciertamente, podrían zambullirse en cualquier momento, desapareciendo para siempre, haciéndote dudar de haberlas visto alguna vez. 

Podría ser una fuente realmente maravillosa, sino fuera por la presencia de algo que no debería estar allí, algo que la aterraba hasta el punto de paralizar incluso sus pensamientos.

Era la pesadilla habitual y la atormentaba desde que era una niña. A veces, el lugar era distinto, pero ciertos elementos se repetían; el pasto, las sirenas, el sonido del agua corriendo en la fuente, en un ciclo sin fin. No sabía qué significaba, sólo suponía que, probablemente todos los sucesos estresantes ocurridos durante el día, la habían llevado de regreso a aquel lugar, en el rincón más oscuro de su mente.

Eso es lo que suponía, sin embargo, no explicaba lo que ocurría frente a sus ojos. Cuando por fin se despertó, se sintió todo, menos aliviada.

Estaba llorando, había comenzado a hacerlo mientras dormía, tal vez al mismo tiempo que empezó a caminar. No estaba en su cama, ni siquiera en su cuarto. Había salido de la casa. 

No era eso lo que la asustó. Ya le había pasado en muchas ocasiones, su madre le decía que, a veces, cuando las personas estaban nerviosas, sus cuerpos no lograban dormir del todo, por eso, debía evitar agitarse.

Lo que la asustó fue estar frente a la fuente de las sirenas, como si al despertar, ella la hubiera seguido desde el mundo de los sueños. Se tapó los ojos, esperando que al abrirlos, aquella fantasmal aparición se hubiera desvanecido.

—Ya estoy despierta, ya estoy despierta...

La fuente seguía allí, esta vez más vieja, sucia y seca. Ya no había llovizna, ni gotitas que la salpicaran. Retrocedió incrédula, evitando seguir mirándola por temor a que aquello que la asustaba también la hubiera seguido.

Corrió por el pasto, iluminada apenas por la luna, esperando que cuanto antes, la hacienda Domínguez apareciera frente a ella. Tropezó varias veces, el frío de la noche entumecía sus pies desnudos. Se apoyó en un árbol para tomar aliento, el cansancio y el profuso llanto le dificultaban respirar. Unos minutos después reanudó la marcha, siempre en sentido contrario a la fuente, sin saber si se acercaba a la casa o se alejaba cada vez más de ella.

Mientras corría, sus sentidos la alertaron de que era perseguida. Un nuevo terror la hizo correr aún más rápido hasta que fue tumbada por alguien que intentaba inmovilizarla en el suelo.

Ella sólo gritó. En el estado actual, su mente era incapaz de formular palabra alguna. 

El hombre sobre ella se esforzaba por atrapar los brazos de la histérica chica, que le daba manotazos. No quería usar la fuerza hasta saber de quién se trataba.

Los ojos de Casandra fueron cegados por una potente luz, de la que intentó cubrirse y fue cuando el hombre dejó de aprisionarla.

—¡Casandra! ¿Qué haces aquí? —preguntó Diego, alarmado.

El llanto de Casandra se hizo más intenso. Sus intentos por calmarla eran en vano, estaba en shock. Deambulaba aparentemente sola, a varios metros de la casa, vestida apenas con pijama. Tenía arañazos en el rostro y otras evidencias de violencia. Un oscuro pensamiento cruzó por su cabeza.

—¿Alguien te lastimó? ¿Estás huyendo de alguien?

Ella no contestó.

—Ven, te llevaré a casa. —Se puso de pie e intentó levantarla, mas ella se resistió y por fin habló.

—¡No, por favor, no! ¡Quiero que venga mi mamá!

—No tengo señal aquí, no puedo llamarla. Yo te llevaré con ella.

Casandra seguió resistiéndose. No iría a ningún lugar con Diego y su bulto.

—Debemos volver a la casa, déjame ayudarte.

—No... no iré contigo —balbuceaba entre llantos—. Eres un extraño y tienes "eso" en el pantalón. —Se cubrió rápidamente la boca, consciente de que se había puesto en evidencia.

—¿Eso? —la miró intrigado.

—¡El bulto! —señaló sin más remedio.

Diego comenzó a mirarse bajo la luz de su linterna, buscando el bulto del que hablaba. No podía tratarse de "aquello", pensó contrariado.

—Si tienes "eso" es porque vas a usarlo —retrocedió unos pasos.

Todo pareció volverse más claro al recordar que el día de su encuentro en la carretera, había salido de prisa, viéndose obligado a guardar "eso" en la parte trasera de su pantalón.




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