Los sueños de Casandra

IV Una muerte silenciosa

Aquél sería un gran día y comenzó con un abundante desayuno. Helena intentaba mantener bajo control sus nervios, pese a que no pasaba más de dos minutos separada de su teléfono. Si no eran las flores, era la comida, o la decoración de la terraza. No podía descuidar ningún detalle.

—¿Pasó algo anoche? Me pareció oír mucho movimiento en la casa —preguntó Franco, que se veía muy calmado, pese a que en unas cuantas horas se convertiría en esposo de Helena y pronto sería ascendido a gerente de una de las empresas que la familia Domínguez tiene en gran parte del país.

—Creo que algo pasó con Casandra, oí ruido en su habitación —supuso Orfeo, hermano de Calíope y estudiante de artes, pese a la opinión de la familia.

—¿Qué habrá hecho Casandrita ahora? —rio Apolo, que parecía disfrutar con el tema. Su risa se desvaneció al ver llegar a la aludida, ojerosa y con rasmillones en el rostro.

—Casandra, ¡¿Qué te ocurrió?! —Helena se levantó a recibirla e inspeccionó por todas partes, comprobando aliviada que sólo tenía lesiones superficiales— ¿El sonambulismo de nuevo?

Casandra asintió débilmente. No le gustaba que todos supieran lo que pasaba, pero cómo evitarlo, eran su familia después de todo.

—Qué mal, debes tener más cuidado. No queremos que ocurra lo de la última vez —dijo, acomodándole la silla junto a ella. En la mesa sólo estaban los primos, el resto había desayunado más temprano.

Casandra cogió un trozo de pan y comenzó a comerlo lentamente, aún estaba aturdida por lo ocurrido la noche anterior. Miró las jarras de jugo, pensando en qué sabor elegir. El de arándanos era delicioso, pero se sentía con ganas de beber el de naranja. No fue necesario pedir que alguien se lo alcanzara, ya que Apolo se anticipó a su petición, dejándolo a su disposición. Se sirvió un poco ante a la atenta mirada de su primo, sentado frente a ella. Le devolvió la mirada, intentando saber qué es lo que pretendía.

—¿Sabes si tus padres ya tomaron el vuelo? —preguntó Helena, preocupada. Sus suegros eran los únicos que aún no llegaban.

—Ellos ya vienen en camino, no te preocupes.

—Bien. —Revisó su lista de pendientes y notó algo que había pasado por alto— ¡Casandra, olvidé que no te has probado el vestido!

—¿Vestido? —preguntó contrariada, atragantándose con un trozo de pan. Nadie le dijo que tendría que usar uno.

—Como una de mis damas de honor, debes usar el vestido que compré para ti.

—¿Cuántas damas de honor tienes? —preguntó Aquiles, hermano de Apolo.

—Sólo tres: Lucía, hermana de Franco, Casandra y Calíope. ¿Dónde está Calíope? En unas horas más llegará la peluquera, ustedes se peinarán iguales.

—Probablemente siga dormida, aún es muy temprano para ella —supuso Orfeo, conociendo los hábitos de su hermana. Era extraño verla despierta antes de las diez de la mañana, a menos que viniera llegando de alguna fiesta.

La idea de usar un vestido no entusiasmó a Casandra, quien solía usar pantalones desde muy pequeña. Los vestidos eran incómodos para correr y siempre cabía la posibilidad de tener que salir corriendo. Ni hablar de los tacones que probablemente la obligarían a ponerse. Este matrimonio estaba siendo un verdadero fastidio, ya quería regresar pronto a casa. Miró nuevamente a Apolo, quien no disimulaba su diversión por lo que ocurría. «¿Por qué tiene que ser siempre tan molesto?», pensó frunciendo el ceño, siguiendo a su prima Helena para probarse el dichoso vestido.

—Pareces fastidiado —comentó Apolo cuando las mujeres salieron del comedor.

—Los preparativos del matrimonio me tienen agotado —se quejó Franco, bebiendo un sorbo de su café. Su respuesta no convenció a Apolo, que veía como de todos los preparativos se encargaba Helena. Definitivamente, Franco no terminaba de agradarle y si trataba con él era únicamente por su prima. Qué culpa tenía ella de enamorarse de un cretino como ese, pensó aburrido.

—¿Qué fue lo que pasó la última vez?

Todos miraron a Franco sin comprender a qué se refería.

—Con Casandra —agregó. La chica le producía cierta curiosidad.

—Durante el cumpleaños de mamá —empezó a relatar Orfeo—, hace unos ocho años...

—Seis —corrigió Apolo.

—Bueno, seis. Ella desapareció y todos empezamos a buscarla. La buscamos por todas partes, en la piscina, en el sótano, en el jardín...

—En los árboles —agregó Perseo—, le gusta escalar árboles.

—Y no la encontrábamos —prosiguió Orfeo—, hasta que de pronto, la vemos en el tejado, caminando tranquilamente por la orilla. La casa tenía tres pisos. Nos volvimos locos gritándole que se quedara quieta, pero no escuchaba.

—O no le importaba —dijo Perseo con indiferencia.

—La cosa es que se acercó mucho al borde y resbaló.

—¿Se lastimó mucho?

—No. Apolo alcanzó a atraparla y evitó que se lastimara. Todavía no sé cómo llegó tan rápido al tejado, pero fue el héroe de ese día.

Apolo se mantuvo serio, recordando aquel angustiante momento que aún parecía atormentarle.

—Fue internada en un hospital psiquiátrico poco después de eso —añadió Perseo, cuyo comentario le ganó una mirada de reprobación por parte de Apolo, al considerarlo demasiado indiscreto. A su parecer, si Franco sería pronto parte de la familia, era normal que se enterara de los secretos turbios.




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