Los sueños de Casandra

X La casa de madera I

—Debí dejarle la puerta cerrada —se lamentó Adela. Pensar que por haber tormenta Casandra no saldría había sido un error. Y ahora ella volvía a estar perdida.

—¿Por qué cada vez que nos reunimos terminamos buscando a Casandra? —Perseo ya estaba aburrido de tal situación y era secundado por Orfeo, que no se encontraba de ánimos para buscar a nadie más que a Franco, para que la justicia lo castigara por matar a Calíope.

La búsqueda duró hasta que Antonio ordenó que por seguridad, nadie saliera de la casa, después de todo, había un asesino suelto. Adela lamentó tal decisión, pero comprendía que era lo mejor para la familia. Lo que más la tranquilizó fue la llamada que recibió de Simón, informándole que Diego se encargaría de buscar a su hija. Sólo le quedaba confiar en las capacidades del muchacho.

Fue así como toda la familia se reunió en la hacienda, a la espera de buenas noticias. Sólo una persona desoyó a Antonio y permaneció buscando, una persona que temía que los secretos del pasado pudieran salir a la luz. Fue ese temor lo que guio sus pasos a aquel lugar, donde esperaba no volverla a ver.

Sin embargo, allí estaba ella, con su cuerpo inmóvil y atento al paisaje frente a sus ojos. Su presencia etérea evocó miedos infantiles que creía olvidados. Todos los caminos parecían volver al inicio, fundiéndose en un origen que bien podría ser el final.

—¡Casandra! —le llamó, acercándose con dificultad debido al fango formado por la tormenta. Sus pies eran succionados a cada paso. Fue cuando notó que ella estaba descalza y que la única prenda que llevaba, pese a las bajas temperaturas, era una delgada camisa.

—¡¿Dónde estabas?! ¡¿Qué pasó?!

—Diego dijo que, a veces, los recuerdos podían disfrazarse de sueños —susurró, con la mirada fija al frente.

—¡¿El policía?! ¡¿Estabas con él?! ¡¿Esa camisa que llevas es suya?! —La molestia en su voz fue evidente.

Ella lo ignoró.

—Estuve por años soñando con la fuente de las sirenas ¡¿Por qué nadie me dijo que era real?! —gritó, parada frente a la fuente de las sirenas, la misma que vio aquella noche cuando se encontró con Diego en el bosque, la misma que, como dedujo Diego, debió ver en algún momento de su infancia.

—¡¿Qué estupideces dices?! En esta fuente no hay sirenas.

—¡Es ésta, Apolo!... ¡Y tú no me lo dijiste! —lo vio a los ojos, intentando descubrir la causa de su secretismo—. Y si la fuente es real, entonces los otros sueños...

—¡Lo único real aquí es que estás loca, Casandra! —se burló—. Deberías dejar de decir idioteces si no quieres terminar encerrada de nuevo.

Profundamente herida y molesta, ella dio media vuelta para marcharse, momento en que Apolo la sujetó fuertemente, sin dejarla ir. Comenzaron un forcejeo que terminó con ambos en el suelo; Casandra atrapada bajo el cuerpo de Apolo, con el barro ensuciando las ropas de ambos.

—¡Estás loca! ¿Me escuchas? ¡Loca! —le gritó, haciéndola llorar mientras sujetaba rudamente sus manos contra el suelo.

—Apolo... —suplicó, esperando su comprensión y apoyo. No entendía por qué la trataba tan cruelmente.

—Estás loca, Casandra... —su voz perdió fuerza junto con su agarre—, tienes que estar loca... por tu bien.

El suave beso que Apolo le depositó en la mejilla la estremeció y su vista comenzó a nublarse.

~❀~
 


Allí estaba nuevamente, caminando por los pasillos de la vieja casa, que crujieron a su andar. Sabía que no debía estar allí, pero no pudo evitarlo. Un sentimiento más intenso que el miedo la movía, llevándola a hacer locuras.

En cuanto entró a la habitación, todas sus dudas se disiparon y el mundo exterior se quedó fuera de la puerta, que cerró tras de sí. Afuera también estaban los niños. Ellos tampoco debían estar allí, pero había sido inevitable. Se habían conocido y jugaban, corriendo en el primer piso, avanzando despreocupadamente por sus pasillos llenos de luz.

Si alguno de ellos resbalara y cayera, nada podrían hacer el hombre y la mujer recostados en la cama. El sonido de sus respiraciones agitadas era lo único que oían, lo único que importaba en ese lugar, donde poseídos por la pasión, la realidad se volvía traslúcida y etérea, como una ilusión, como los recuerdos de un sueño nocturno.

La mano del hombre sostuvo con firmeza el rostro de la mujer y la besó con desesperación, como si estuviera hecha de aire y fuera a desvanecerse entre sus brazos, como si luchara contra el tiempo y quisiera congelarlo en aquel instante fugaz donde sentía que nada le faltaba, que estaba completo.

Ella se apartó, buscando respirar. Esperaba que el oxígeno que inhaló en grandes cantidades llegara pronto a su cerebro y lo aclarara, despertándolo de una vez por todas. Pronto, él estuvo besándola nuevamente y su cuerpo ardiente abrazaba al frío de ella. Era lo que más agradeció.

—Apolo... los niños van a oírnos —se quejó ella, entre jadeos.

—¿Qué niños? —No logró evitar reír ante tal ocurrencia—. Aquí no hay ningún niño.

Lo cierto era que en aquella vieja casa donde estaban sólo ellos, no había habido niños en casi veinte años y los últimos estaban allí ahora mismo.

Desorientada, recorrió con su vista la habitación. Jamás la había visto antes. No era la hacienda Domínguez, ni su casa o la casa del lago donde pasó sus últimas vacaciones. Por un momento, sintió la necesidad de preguntar si los últimos eventos que recordaba habían de verdad ocurrido. Si Calíope estaba muerta o había estado frente a la fuente de sus sueños. No lo hizo.




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