Los sueños de Casandra

XIX Atentado

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó Apolo, sentándose en el muelle junto a Casandra. Todavía le costaba creer que su tía le hubiera permitido traerla de vacaciones.

—No lo sé... —Su voz se oía adormilada y por alguna razón, aquello lo enterneció.

—Volvamos a la cama... es tarde —pidió, rodeándole la cintura y besándole el hombro.

Se había levantado en medio de la noche y su piel estaba muy fría.

—No lo sé... —repitió en idéntico tono al de antes.

—¿Estás despierta? —preguntó con diversión.

—No lo sé... —dijo ella y él dejó de reír.

—OK. Nos vamos a la cama —. La cogió del brazo y se sintió como si jalara una muñeca de goma. 

Tuvo que cargarla de regreso a la casa. La recostó y ella permaneció inmóvil, con la vista fija en el techo de la habitación. Parecía un habitual episodio de sonambulismo, con la diferencia de que esta vez ella hablaba.

—¿Estás soñando ahora? —preguntó, recostándose junto a ella.

—No lo sé...

Apolo suspiró. De nada servía que hablara si siempre respondía lo mismo. Fue a la cocina por una cerveza fría. Llevaban cinco días en la casa del lago y durante tres noches seguidas, Casandra había salido de paseo. Al menos esta vez no se había lanzado al río. Creyó que le daría un infarto cuando la vio allí flotando, pero ella era una buena nadadora.

Y la amaba a pesar de todo. Siempre lo había hecho, desde la primera vez que la vio, y no le importaba pensar en cuántas noches en vela más tuviera que pasarse buscándola, la seguiría amando, a pesar de todo.

—¡Mierda! —La lata de cerveza se le resbaló de la mano por la impresión, salpicándole las piernas y haciendo un charco de espuma en el piso.

Casandra había vuelto a levantarse y estaba parada junto a él, viéndole con unos ojos vacíos que parecían estar mirando a alguien más, en otra parte muy lejos de allí. Fue cuando se le ocurrió que quizás el problema era suyo; quizás no estaba haciendo las preguntas correctas.

—¿Dónde estás?

Si le respondía "No lo sé" creyó que enloquecería... Pero la seguiría amando.

—No lo sé...

Sintió un intenso picor en los ojos y un nudo que le estrangulaba la garganta. Supuso que comenzaría a llorar cuando ella volvió a hablar.

—...Está muy oscuro... Tengo miedo...

El inminente llanto fue eclipsado por una intensa angustia.

—¡Yo estoy aquí, Cas! ¡Yo estoy contigo! —Acunó con delicadeza el rostro entre sus manos, besándole la frente.

—Papá se fue...

La estrechó contra su pecho, aliviado. Era la tristeza por la reciente muerte de su padre lo que le impedía dormir en paz.

—Lo sé, Cas, pero no tengas miedo. Yo voy a cuidar de ti. Nunca voy a dejarte sola.

—Tienes que irte... Tú estás muerto...

—¿Qué?

—Tienes que quedarte muerto... Él no espera que llegues porque estás muerto...

Por un momento, pensó que no le hablaba a él.

—Por favor, Apolo... No lo olvides... —dijo, antes de cerrar los ojos y dormirse por completo sobre el hombro del aturdido joven.

~❀~

—¡¿Qué le pasa?! —gritó horrorizada Adela.

—¡Se está asfixiando! —Josefina salió corriendo del comedor.

La mayoría no salía de su asombro. Fue Antonio quien lo cogió por las axilas y comenzó a presionar su puño con la otra mano bajo las costillas del muchacho, a fin de hacerlo escupir lo que había atorado en su garganta.

Aquiles manoteaba en el aire con desesperación y agitaba su cabeza en un incesante no.

—¡Papá, déjalo! —pidió Perseo, pensando que el joven deseaba alcanzar algo de la mesa.

En ese momento, con casi toda la familia hundida en la desesperación, Simón irrumpió en el comedor y cogiendo un cuchillo de la mesa, avanzó hacia Aquiles, clavándole la punta en la base del cuello.

Las mujeres gritaron y se cubrieron los ojos, oyendo una inhalación frenética y rasposa. El rostro de Aquiles comenzó a recuperar su color habitual y varios de los que lo veían, volvieron a respirar, incluído Alfonso, que se había mantenido estático en su puesto, sin lograr reaccionar.

Sentaron a Aquiles, que se seguía rígido, con la cabeza inclinada ligeramente hacia atrás. Un fino hilo de sangre caía del pequeño agujero que le permitía seguir respirando, sibilantemente, como si con cada inhalación, su vida fuera llegando a su fin.

—¡¿Qué es lo que pasó?! —preguntó Orfeo.

Aquiles movió sus labios, pero ninguna palabra salió de ellos. A Antonio, que lo sujetaba de los hombros, viéndolo desde arriba, le recordó a los movimientos de la boca de un pez que ha sido arrancado de su mundo acuático y se asfixia irremediablemente. Aquiles boqueaba como un pez moribundo y ríos de lágrimas caían de sus ojos.

—¡No están! —gritó Josefina, regresando al comedor. Respiraba agitadamente y lloraba con expresión de terror, mostrando una pequeña caja plástica vacía—. ¡Las inyecciones para la alergia no están!




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