Los sueños de Casandra

XX Aferrar su mano

Era la tercera vez que Josefina intentaba ponerse en contacto con Antonio. La tormenta había afectado la señal telefónica y las llamadas no le llegaban. Allí, en la soledad de su habitación, comprendió que la familia por la que tanto había luchado ya no era perfecta. Apolo acusado de abuso sexual, estaba prófugo y se había llevado a Casandra consigo, Aquiles acababa de estar al borde de la muerte y ni siquiera podía estar segura de su actual estado. Y finalmente su esposo, el culpable de todas sus desdichas, estaba en alguna especie de estado de shock, pues no había hecho ni el más mínimo movimiento para salvar a Aquiles.

Su familia no era perfecta y ya ni siquiera podía asegurar que siguiera existiendo.

La puerta se abrió, dejando entrar a un abatido Alfonso, que parecía haber envejecido diez años en apenas unas horas. El momento exacto en que el tiempo para él enloqueció fue cuando la camisa de dormir de Casandra hizo colapsar el pasado y el presente. Su realidad se resquebrajó y necesitaba que alguien le dijera que no estaba loco, que todo iría bien. Aquella persona era su esposa, su fuerte y autosuficiente esposa. Era ella quien en momentos difíciles, se los cargaba a todos a la espalda para salir del fango en que él los metía.

Pero ahora su esposa estaba rota y ya nada estaría bien.

En silencio, se sentó junto a ella, que desvió la mirada, con un leve dejo de furia en sus ojos.

—No fue Apolo —dijo él, con voz firme y a ella le pareció que era una certeza absoluta. —Apolo no hizo nada de lo que se le acusa.

Ella por fin lo miró. Había llorado, sus ojos enrojecidos e hinchados lo delataban. Y estaba asustado también, probablemente tan asustado como ella.

—¿Incluso la quema del auto? —cuestionó Josefina, sin dejar de ver a su esposo.

—No. Estoy seguro de que eso sí lo hizo.

Un profundo silencio llenó la habitación, que fue roto por una repentina risa de Josefina. Pronto ambos rieron recordando la cara de Antonio y sus gritos desesperados, como si le hubieran arrebatado un hijo y no un auto. Las risas fueron muy breves y les siguieron abundantes lágrimas.

—Lo que le hizo a Casandra... —Su voz se cortó y tocó el moretón que su hijo le dejó cuando se la llevó. No podía olvidar la forma en que Apolo lo miró cuando pensó que iba a besar a la muchacha, como si fuera a arrebatarle lo más preciado que tenía.

—Apolo... Se ha sentido atraído por Casandra desde siempre. Nunca olvidaré la primera vez que la vio, fue como si hubiera visto un fantasma, pero aun con lo asustado que estaba, no podía quitarle los ojos de encima —recordó Josefina.

En aquel primer encuentro, Apolo pareció haber caído en algún misterioso encantamiento causado por aquella muchacha introvertida y de mirada perdida, que parecía estar en cualquier parte menos donde realmente estaba. Apolo era otra persona estando cerca de ella, una más tranquila, más concentrada; más feliz.

En un comienzo, ella creyó que la condición de la joven, de algún modo, había conmovido a su hijo, conectándolo con aquella sensibilidad que parecía tan escasa, pero que estaba segura de que se encontraba en alguna parte. Todo se derrumbó aquella noche en que lo encontró en el cuarto de la muchacha, tocándola mientras dormía, frotándose en ella. La verdadera cara de Apolo había quedado expuesta. Era un monstruo, una bestia repugnante, incapaz de considerar los sentimientos de los demás por sobre los propios y atacaba a la persona más vulnerable en la instancia en que se hallaba más indefensa.

Sí, ella pensó que su hijo era un monstruo, pero aquello había cambiado. Hace algunos años, lo oyó conversando con Calíope. Ambos estaban borrachos y no la oyeron llegar.

—He hecho de todo para olvidarla, pero no logro sacármela de la cabeza, Calíope. No puedo... ¡La amo más que a nada en el mundo!

La desesperación en la voz del joven la angustió tanto como la desconcertó. Ella sabía que actualmente salía con una muchacha, pero lo hacía con una distinta cada semana.

—Estás jodido —le comentó Calíope, con algo de diversión.

—A veces quisiera llevármela lejos, donde nadie nos conozca, donde a nadie le importe lo que hagamos.

—¿Y si ella no quisiera ir?

—Ella querría, yo la convencería. Ella sólo puede ser mía. No voy a permitir que nadie más se le acerque, sería capaz de matar a cualquiera que intente quitármela.

El corazón de Josefina se estremeció. Lo que parecía la confesión de un joven enamorado, se teñía con tintes de locura.

—Entonces, tendrías que matar a toda la familia —bromeó la joven.

Apolo guardó silencio y el temor de Josefina aumentó. Su instinto le decía qué mujer provocaba aquella enajenación en su hijo, pero se negaba a creerlo.

—Todo sería más sencillo si ella no estuviera loca. Y si no fuera tu prima, por supuesto.

En aquel momento, Josefina comprendió que Apolo no era un monstruo, sólo alguien a quien el amor o una oscura versión del mismo había enloquecido.

—Tú piensas lo mismo ¿No? Apolo no mataría a Calíope. —La esperanza en los ojos de Alfonso le indicó que si confirmaba sus palabras, para él sería suficiente. Se trataría de una certeza absoluta. Hasta ese punto la idolatraba.




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