Los sueños de Casandra

XXV Oscuridad

La conversación con Aurora había terminado, dejando más dudas que respuestas. Diego llamó a Simón para que consiguiera una orden que le permitiera interrogar a los que ahora para él se habían convertido en sospechosos con más certeza que nunca. Sin embargo, no logró contactarlo. Como si las cosas no estuvieran lo suficientemente mal, la tormenta no les daba tregua.

Bajaba las escaleras cuando un grito de ayuda lo hizo devolverse sobre sus pasos. Era la voz de Orfeo, que gritaba desde la habitación donde Vicente se hallaba recluido. Al llegar al cuarto, sólo el joven estaba allí. Su rostro lo deformaba una espantosa mueca de terror al descubrir que lo único que quedaba de su padre eran unas manchas de sangre.

Y una mano, tirada junto a las esposas que lo aprisionaban.

—Qué... ¡¿Qué está pasando?! —gritó Orfeo, aferrando su cabeza en un desesperado intento por racionalizar el horror frente a sus ojos.

Diego miró la distribución de las manchas, que se concentraban al lugar de la mano. Caminó hacia la ventana. El piso frente a ella estaba seco, no había sido abierta y daba al inundado jardín, sin tener un balcón. Era imposible que alguien saliera por allí.

—¡¿Por qué papá haría algo así?! ¡No lo entiendo!

Tampoco había manchas cerca de la puerta, pero definitivamente debió salir por ella.

—Escucha, Orfeo...

Las palabras se ahogaron en su boca cuando la luz se fue, dejándolos casi en la absoluta oscuridad.

—¡Oh, por Dios! ¡¿Por qué...?! —lloriqueó Orfeo, presa del miedo que el apagón incrementaba.

Diego lo cogió de los hombros, encendiendo la linterna de su teléfono.

—Escucha, Orfeo. Sé que es difícil, pero necesito que te tranquilices. Busca a los demás, que se reúnan en la sala y por ningún motivo se queden solos ¿Lo entiendes?

El joven asintió en la penumbra. En realidad no entendía, estaba asustado y nervioso. Él nunca fue valiente. Carecía de la rudeza y el coraje que tenían Perseo y Apolo, ni siquiera tenía buenos músculos, él era un artista. Aun así, había algo que podía hacer, algo que aportaría a esclarecer lo que estaba ocurriendo y traería orden.

Él asintió y ambos salieron, Orfeo a reunir a su familia y Diego a buscar a quien se había ensañado con ella.

Con la luz de su teléfono, Diego buscó rastros de sangre en el pasillo. No había. Lo recorrió de extremo a extremo y nada. Entró a todas las habitaciones. La de Aurora estaba vacía, Orfeo se la había llevado. Sólo encontró ocupantes en la que se hallaba Josefina y Alfonso.

Le indicó al hombre que se llevara a la mujer a la sala y que se quedaran con el resto. Sin importar lo urgente de la situación, a la luz de la linterna, Alfonso parecía ido.

—¡Saque a su esposa ahora! —le gritó, sacudiéndolo.

Sólo entonces él pareció reaccionar, más por reflejo que de modo consciente. Sus pensamientos se hallaban diecinueve años en el pasado, en el día en que llevó por primera vez a Apolo a la casa de madera. Ese día inició la serie de eventos que llevaron a su muerte.

Por su culpa.

—¿Estamos todos? —preguntó Perseo, intentando contar a las personas en la sala.

Vio a su madre y a su hermana, a la tía Adela y la tía Josefina inconsciente en el sillón, junto a su tío Alfonso. Orfeo acompañando a la tía Aurora y Agustina.

—Falta mi viejo, fue a revisar el tablero eléctrico —dijo la ama de llaves.

—¿Y el tío Vicente? No deberíamos haberlo dejado solo arriba —comentó Helena, preocupada.

—Papá escapó —dijo Orfeo.

Sí, era mejor pensar que había escapado de un modo brutalmente radical.

¿Qué tan posible era que un hombre de su edad pudiera andar por allí con una herida de tal gravedad, sin caer inconsciente? Él no lo sabía, era artista no médico, pero prefería pensar que había huido y no que alguien se lo había llevado.

Diego ahora revisaba el primer piso. Al final del pasillo que estaba junto a la cocina se encontró con Tobías.

—No fue un apagón por la tormenta —le confirmó el hombre—. Alguien dañó el panel eléctrico.

Eso sólo significaba una cosa para Diego. La misma persona que causó el apagón fue la que también cortó la mano de Vicente y se lo llevó, pero cómo pudo bajarlo si al usar la escalera, que daba a la sala, hubiera sido visto por los que allí estaban.

Revisó el tablero y sus alrededores. Allí encontró los restos de sangre que buscaba y se dirigían a la puerta que daba al patio.

En la sala, todos intentaban mantener la calma. Por petición de Diego, Tobías no mencionó que el apagón fue provocado.

—Tenías razón, vieja. En cuanto esto termine nos iremos de vacaciones —le susurró a su esposa, para luego ir por sus herramientas y reparar el tablero.

Ella lo acompañó. Alguien tendría que iluminarlo.

—Ojalá Antonio estuviera aquí —pedía Bernarda, abrazando a su hija.

Tan feliz estaba por el matrimonio de su hija. Jamás imaginó que aquella dicha se convertiría en el tormento actual. Perseo se sentó junto a ella, abrazándola también.




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